Los abuelos de Pedro quisieron darle lo mejor. Lo mandaron a estudiar violín porque decían que el violín era la encarnación de la música en el alma: a la semana, Pedro había transformado al arco del violín en poste derecho, al cuerpo del instrumento en poste izquierdo y a las cuatro cuerdas en un entretejido que funcionaba como una buena red. Le propusieron aprender inglés porque evaluaban que esa lengua representaba el futuro: al mes, Pedro pronunciaba “Charlton”, “Rooney” o “Beckham” con la soltura de Shakespeare, pero no sabía ni sabría modular nada que no fueran los apellidos de los mejores jugadores británicos. Le rogaron que leyera Don Quijote de la Mancha porque entendían que se trataba del libro entre los libros: a la media hora de recorrer las páginas, Pedro se entusiasmó hasta el fervor. Enseguida se dio cuenta de que en esa obra famosa residía la clave para ser un deportista.

Sensacional Cervantes, Miguel, autor inmortal de Don Quijote de la Mancha, a quien sus padres privaron del fútbol porque lo hicieron nacer en septiembre de 1547, en horas bastante aburridas porque todavía no se habían inventado ni los corners ni los marcadores centrales. Y, encima, murió en abril de 1616, mucho antes de que Andrés Iniesta, manchego como El Quijote y quijotesco casi como El Quijote, evidenciara que el fútbol es poesía pura. Eso, al menos, les insistía Pedro a sus abuelos, convencidísimo de que, aun habiendo vivido antes de tiempo, el gran Cervantes insinuó como pocos que la sal de la existencia estaba en el deporte. Eso: en el deporte.

Nunca comprendió Pedro con exactitud si Quiteria, la dama en estado de casamiento del Capítulo XIX de la segunda parte del Quijote, la hubiera pasado más divertida con Camacho el rico o con Basilio el pobre, sus dos pretendientes. Pero no le importó. Lo que le importó fue el párrafo siguiente: “Pues si va a decir las verdades sin invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos: gran tirador de barra, luchador estremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra y birla a los bolos como por encantamiento”. Pedro vislumbró que esas descripciones esculpían un monumento: Cervantes había imaginado a alguien que era casi Federer, casi Michael Jordan, casi Usain Bolt, casi todos juntos.

Los abuelos de Pedro seguían con cierta perplejidad la particular óptica desde la que su nieto abordaba al Quijote, pero, como consuelo, valoraban que ese había sido su camino para encontrarse con otras lecturas. Una vez se atraparon las manos con la misma intensidad que en su primer día de noviazgo porque detectaron a su heredero, ensimismado y contento, explorando las hojas del “Estudio básico sobre el pensamiento deportivo de Miguel de Cervantes”, del español José Manuel Zapico García. Allí se efectuaba un relevamiento de las referencias al deporte que aparecen en el clásico de los clásicos de la literatura en español. Trama con honores, previsiblemente sobresale la esgrima. Menos pronosticable, en cambio, resulta la preponderancia del lanzamiento de barras, una actividad a la que era adepta Dulcinea del Toboso, la dama que encendía las hormonas y los despropósitos más esenciales de Alonso Quijano, que así se llamaba, crack de cracks, Don Quijote de la Mancha.

Hay libros que se vuelven manuales de comportamiento. Y de deporte. Lo interpretó así Pedro, quien, lleno de gratitud hacia sus abuelos, les lanzó una sugerencia: “Tal vez les vendría bien probar con el lanzamiento de barras, como Dulcinea”. Cualquiera hubiera supuesto que, enloquecido dentro de la locura del Quijote, sentía que él era la reencarnación del viejo caballero andante en la Tierra, pero, en verdad, lo único que sucedía era que Pedro veía a sus abuelos como prisioneros del sedentarismo, un mal mayor de esta época que, al revés, no figuraba entre los conflictos del héroe inquieto de Cervantes.

A Pedro le provocaba admiración deportiva El Quijote, un hombre mayor que se la pasaba cabalgando, un hombre mayor que no cedía a la tentación de entregarse a la derrota. Y le sembraban ternura sus intercambios también deportivos con Sancho Panza, el acompañante más notorio de esa y de todas las historias de la humanidad. “Más que Coutinho al lado de Pelé o más que Robin pegado a Batman”, aseguraba Pedro, en procura de ofrendar apenas dos ejemplos. De esos diálogos deportivos entre el Quijote y Sancho Panza, el mejor le pertenecía al ajedrez:

“—Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.

—Cada día, Sancho —dijo Don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más discreto”

Irrepetible Cervantes, irrepetible Quijote. Irrepetible para todos los tiempos y para todas las personas salvo para una: Pierre Menard. O no Pierre Menard: Jorge Luis Borges. O no Borges: Juan Sasturain. 

Paso por paso. Borges fabuló “Pierre Menard, autor del Quijote”, un cuento en el que “la admirable ambición” de Menard consistía en “producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes”. En una primera impresión, a Pedro le pareció un proyecto imposible, pero a sus abuelos se les reveló como una maravilla. Lógico: la conexión Cervantes-Quijote-Menard-Borges, tremenda delantera, permitió que Pedro descubriera a la literatura argentina. Irrepetible Cervantes, irrepetible Quijote, irrepetible Borges, irrepetible Menard. Todos ellos, asociados en un equipo también irrepetible, posibilitaron que Pedro aterrizara en “Lionel Messi, autor del Quijote”, el texto en el que Sasturain verificó que el sueño de Menard era tangible. Pedro advirtió que Sasturain ejercía de magistral director técnico y literario al percibir que, para que la idea complicada de Menard funcionara, resultaba pertinente convocar a dos tipos útiles: Maradona y Messi. Lo leía, lo creía, dejaba de creerlo y lo volvía a creer, Pedro. Pedro que, a través de esas líneas, certificó que Messi, un genio, logró lo que Menard o Borges o quien fuera no pudieron. Y eso que el parámetro era Maradona, otro Cervantes. Sencillo: Messi le hizo al Getafe en el 2007 un gol calcado del que Maradona le metió a los ingleses en el Mundial 86. Regeneró, gambeta por gambeta o sea palabra por palabra, al Quijote de la pelota. “Lo extraordinario es que en algún momento, y también como Pierre Menard, Messi decidió el camino más difícil, y decidió hacer el gol del Diego sin (esperar) ser Diego”, escribió Sasturain.

Cervantes, Borges, Menard, Sasturain. El Quijote es un boleto de ida para rumbear hacia la literatura y hacia el deporte. Se lo proclamó Pedro a sus abuelos durante mil meriendas. Con muchas pruebas más.

El Quijote combatió con virulencia a los molinos de viento, sus duros adversarios. Borges reprodujo esa conducta pero su molino fue el fútbol. “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, apostrofó. Tanta impiedad suscitó muchas réplicas. No obstante, Borges era Borges y, para confrontarlo, hubo que oponerle un nombre que alcanzara su altura. Ya se sabe, quién si no: El Quijote. O eso decodificó Pedro luego de registrar a Alejandro Dolina, otro escritor al que Pedro comenzó a saborear. Sancho Panza hubiera ovacionado esa contestación de Dolina: “El fútbol no es veintidós tipos corriendo atrás de una pelota. Pensar así es pensar que El Quijote es medio kilo de papel y tinta”.

Entre Borges y Dolina y siempre con la fantasía de Cervantes en el medio, Pedro valoró la sinceridad de Adolfo Bioy Casares, quien confesó que, en su juventud, “más que leer al Quijote, quería correr cien metros en nueve segundos y ser campeón de box y de tenis”. Y si Bioy Casares reconocía ese itinerario personal, por qué El Quijote no podía brotar en los relatos deportivo de otros narradores. “Aplausos para El Quijote en bicicleta, el deportista romántico, capaz de la hazaña por lo poético que tiene la hazaña misma”, observó el periodista Diego Lucero sobre un ciclista que pretendió dar la vuelta al globo. “Si El Quijote viviera sería de Huracán”, sentenció Osvaldo Ardizzone sobre el campeón que conducía César Luis Menotti en 1973. Pedro vibró con ellos vocal por vocal y quijotada por quijotada.

Un golazo, El Quijote. Un golazo en la construcción de Pedro como deportista y como lector. Un golazo para sus abuelos. Un golazo comprobado por Pedro, comprobado por sus abuelos, comprobado por miles y miles de lectores que se asombraron al cerciorarse de que, sin que sea una metáfora, El Quijote habilitaba invocar golazos, como lo probó el uruguayo Eduardo Galeano, en El fútbol a sol y sombra, para rememorar la escalada de un gordo y un flaco en el Mundial 66: “Uwe Seeler se lanzó al ataque junto a Franz Beckenbauer, Sancho Panza y Don Quijote disparados por un gatillo invisible, vaya y venga, tuya y mía”. Golazo, claro. Más o menos a la altura futbolera que portaba el título que Adela Basch le eligió a la versión teatral para pibes con la que adaptó a Cervantes: Abran cancha que aquí viene Don Quijote de la Mancha.

Al final, entonces, un acierto el de Pedro. Y nada extraño: flaco, largo y entrañable como un basquetbolista sin suerte, El Quijote expresa una aventura, la aventura de la condición humana. Y hace rato que la aventura de la condición humana incluye al deporte.

Tan claro lo tiene Pedro que les dijo a sus abuelos que si el planeta y los estadios se convirtieran en espacios para la justicia, en las tribunas de todas partes habría que gritar el nombre del Quijote. Puede que eso ocurra alguna vez. Hasta entonces, de tanto leer, Pedro detectó una variante. Roberto Fontanarrosa, símbolo alto de la literatura deportiva argentina, también reparó en el personaje. Y lo aludió con su sello: “Mire, Cervantes. A mí no me parece acertado hacer una serie de publicaciones dado el éxito de la primera. Eso de ‘Don Quijote contra el Hombre Lobo’ sinceramente no lo veo”.

Se rieron el mundo, El Quijote, Cervantes, los abuelos de Pedro. Y Pedro, también Pedro, que, feliz como quedó, un día de estos hasta empieza a estudiar violín. 

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