El término tupí-guaraní pororoca designa un fenómeno de macareo común en el río Amazonas y algunos de sus afluentes, un choque de agua marina y fluvial capaz de generar olas de hasta varios metros de altura. Ninguno de los personajes de la película rumana La desaparición menciona ese poderoso evento de la naturaleza, pero el título original (y muy metafórico) del tercer largometraje en solitario de Constantin Popescu no podría ser más apropiado: una fuerza comparable a la de la pororoca parece haberles pasado por encima sin previo aviso, sus devastadoras consecuencias cada vez más evidentes, a medida que el agua comienza a bajar, dejando a la vista todo lo que arrastró la corriente. El planteo, como en una parte importante del cine rumano contemporáneo, no podría ser más tramposamente sencillo en términos narrativos. Tudor, un hombre casado y de clase media que anda por los cuarenta años, sale a pasear durante una mañana de sábado con sus dos hijos, una típica escapada a la plaza más cercana. De pronto, durante un instante infinitesimal, frente a él y a otras decenas de personas, su pequeña de cinco años desaparece, como si la tierra se la hubiese tragado.

La escena en cuestión, un extensísimo plano-secuencia que el director consigna como el resultado de un laborioso proceso de rodaje (ver entrevista), es un prodigio de suspenso sostenido que juega con la información previa con la cual el espectador llega a la sala de cine y comienza a transmitir el tono general de lo que sobrevendrá en las siguientes escenas, una desesperación que es casi palpable. Lo cierto es que hay pocas películas recientes más angustiantes que La desaparición, angustia construida a partir de un concepto de naturalismo que Popescu trabaja hasta el más mínimo detalle, tanto en la dirección de los actores (excelentes Bogdan Dumitrache e Iulia Lumanare) como gracias a una cámara que se hace más invisible a medida que transcurren los minutos de proyección. Previsiblemente, a esa angustia le seguirá la desazón esperanzada, un sentimiento de fatalismo que nunca abandona el profundo deseo de cualquier padre ante una situación semejante: volver a encontrarse con el ser querido. Los días transcurren sin novedad alguna, a pesar de los esfuerzos de la policía, y el propio Tudor se embarca en una búsqueda personal que incluye la inspección microscópica de algunas fotografías tomadas con un teléfono celular y la puesta en circulación de carteles con la imagen de la niña.

El de Pororoca, sin embargo, no es un relato detectivesco y el realizador ilumina de manera cada vez más nítida el proceso de descomposición de ese matrimonio, a pesar de los intentos por aparentar la existencia de algo parecido a la normalidad, en particular delante de su otro hijo. Algo deseable, pero prácticamente imposible: la culpa nunca explicitada, pero a flor de piel, de Tudor es cada vez más fuerte y la sensación de agotamiento de su mujer, Cristina, deriva en la imposibilidad de dar un paso en una o en otra dirección, una inmovilización que es tanto física como mental. La separación temporaria de la pareja también tendrá sus corolarios: la caída en una profunda depresión que, paradójicamente, no impide, sino que potencia la prosecución de la pesquisa. El encuentro y posterior caza de un posible culpable derivará en obsesión personal, el inicio de un tercer acto cuyo tono oscuro parece diseñado para poner al público en una situación sumamente incómoda, por los planteos de su desenlace. Si el culpable de la desaparición no es hallado por la policía, ¿no es acaso lógico intentar algo por cuenta propia? Si las pruebas no son suficientes para la sospecha legal, ¿es lícito buscarlas a título personal?

Como ya lo había demostrado en su anterior Principles of Life, a Constantin Popescu parece interesarle menos el funcionamiento de algunas instituciones de su país –una marca temática de muchos cineastas coterráneos– que los mecanismos psicológicos que hacen que sus personajes terminen enfrentados a un abismo: el final de esa construcción llamada orden cotidiano y la posibilidad cierta de la locura personal y social. La desaparición logra transmitir el dolor de la pérdida y hacer sentir el punzante aguijón de la culpa de manera intensa, densa, agotadora, al tiempo que analiza el complejo entramado que conecta a la sociedad, la familia y el individuo. En ese sentido, la película no es otra cosa que una tragedia moderna.