Desde Londres

Si Argentina tiene el FMI a la vista, el Reino Unido juega con su propio Titanic, el Brexit, pero siempre cuenta con un entreacto celebratorio, aportado por su inefable monarquía. El príncipe William es el chico bueno de la familia, el príncipe Harry, es el “enfant” terrible: los dos son hijos de Lady Diana, muerta en un accidente de coches en 1997, en medio de escándalos reales y enfrentamientos con la monarca Isabel II.Y esta vez le tocó al príncipe Harry ser noticia al casarse con Meghan Markle en la Capilla de San Jorge del castillo de Windsor, una joya de arquitectura gótica, impregnada de historia y leyendas.

La ceremonia siguió casi al pie de la letra el minucioso plan protocolar, y el tiempo ayudó con un día espectacularmente soleado y cálido. Y bien al estilo de Hollywood, a pesar de todos los problemas e incertidumbres de las últimas semanas, finalmente la “lucky girl” se ha casado con su príncipe, que más que azul resultó pelirrojo. 

La boda real dejó en claro que la monarquía continúa siendo una institución sinceramente amada por el pueblo. Más de 100.000 personas acudieron a Windsor para vitorear a la pareja, muchos de ellos habían acampado con bolsas de dormir días antes para reservarse los mejores lugares. Este pueblito de 32.000 habitantes se convirtió de repente en el epicentro de la atención de todos los medios.

Hubo diversos tipos de invitados. Unos 600 VIP participaron en la ceremonia religiosa en vivo y en directo. Faltaron figuras políticas del gobierno actual y servicios diplomáticos, pero para el gusto de muchos, abundaron figuras públicas (George Clooney, Elton John, Serena Williams, David y Victoria Beckham, Oprah Winfrey y tantos otros).    

Entre los VIP hubo un solo representante de la familia de Meghan: su madre. El padre, una figura solitaria que vive ahora en Rosarito, México, sufrió un infarto con tanto alboroto mediático y acaba de ser operado, y sus dos hermanastros (que no fueron invitados), le declararon la guerra a esta media hermana triunfadora, a la que acusaron de trepadora e hipócrita.

En la “clase económica” de la celebración, unos 2650 fueron invitados a permanecer en los amplios jardines del castillo y ver más de cerca la llegada y partida de la pareja y su cohorte de “celebrities”. El resto siguió el evento en las calles de Windsor y en las pantallas de todo el Reino. Según las redes sociales, muchos confiesan que se emocionaron y lloraron por lo que ven como un auténtico matrimonio por amor. 

Esta nutrida lista de invitados se fue recortando a lo largo del día. Unos 200 fueron invitados a un lunch en el castillo ofrecido por la Reina, y solamente el círculo de los íntimos asistió por la noche a la fiesta que les organizó el príncipe Carlos, heredero al trono. 

La boda de un príncipe británico siempre va a ser noticia global, pero uno de los rasgos distintivos de este matrimonio fue la novia, que resultó estadounidense, actriz, divorciada y, como si esto fuera poco, afrodescendiente o “mixed race”. Este último aspecto motivó muchos editoriales y artículos de opinión que sugerían que demostraba una democratización del Reino Unido, siempre tan clasista y monárquico.

Una mirada a los congregados en la capilla mostraba una mezcla de razas bastante novedosa para un evento monárquico. La pregunta es si se trata de un cambio cosmético o muestra una verdadera evolución de esta sociedad tan tradicional. A veces, cambiar un poco ayuda para que no cambie nada, pero aun las apariencias pueden tener efectos de largo alcance en la sociedad. En un artículo publicado en el republicano The Guardian, Angela Foster cuenta que cuando tenía 10 años y vio por televisión la boda de Lady Diana, quedó como muchos de su generación prendada de esa imagen de cuento de hadas. Sin embargo, como niña negra no se podía conectar con la historia. Por más que describieran a Diana como una “commoner”, ella la veía como una niña “bien” y privilegiada. “Esta boda es diferente –escribe Angela–. Ver a Meghan llegar con su madre Doria Ragland a la capilla contrasta vivamente con la llegada de Diana en su boda en 1981”.

Aunque la boda siguió el rito anglicano, el reverendo Michael Curry, de la Iglesia Pentecostal de los Estados Unidos, dio una nota de color en todos los sentidos con un discurso que por su histrionismo produjo miradas desconcertadas y sorprendidas que captaron las cámaras. Su estilo, que combinaba humor, gestualidad y pasión, se apartó completamente de la pomposidad británica y marcó un cambio. “El amor es el camino. Cuando el amor sea el camino, sacrificado, redencionista, no habrá hambre y la pobreza será historia, y la tierra será un santuario”, dijo el reverendo.

La novia, Meghan, aportó lo suyo negándose a que se incluyera en la promesa matrimonial eso de que “obedecerás a tu esposo”. 

El tiempo dirá si la extravagante inversión en el evento, calculada en 32 millones de libras, contribuirá a seguir manteniendo la popularidad de la monarquía en el Reino Unido, y muy especialmente en la Mancomunidad de Naciones (el Commonwealth), que no es ni más ni menos que el intento británico de mantener relaciones post coloniales con las regiones que solían formar parte del Imperio. 

En este sentido, la Reina Isabel, pragmática como siempre, ha nombrado a esta pareja como embajadores para el Commonwealth. Ya ambos se han destacado por su interés en acciones humanitarias en muchos países, así que el príncipe rebelde y  su esposa “diversa” son la pareja ideal para continuar el rol que caracterizó a Lady Diana. 

Una vez que se calme el furor de la boda, ya se les tiene planeado un plan de visitas a las diferentes regiones, comenzando por Australia y llegando a las islas de Fiji y Togo, ya con sus títulos de duque y duquesa de Sussex (regalo de bodas de la abuela). 

Entre tanto circo y tanto show debe haber sido uno de los pocos días en que apenas hubo noticias del tan temido Brexit y los británicos se refugiaron en la aparente seguridad que les da una monarquía que parece indestructible.