Cuando pudo anclarse en un prestigio que lo ligaba a los jóvenes narradores de los sesenta, Andrés Rivera prefirió encarar otro giro e interpretó una época con tres o cuatro nouvelles hermosas que la rompieron: La revolución es un sueño eterno, La sierva, En esta dulce tierra, El amigo de Baudelaire, y también El farmer, aunque veremos algo más sobre ésta. Pero acaso ese giro tuvo menos de movida individual y más de acercarse a una lectura cultural de época. Una bisagra pesada y herrumbrosa se cernía entre épocas, como supo decir Nicolás Casullo, terminaba de cerrarse a principios de los noventa. Los años de Alfonsín, los juicios, los carapintadas, La Tablada, inflación y cuando todo esto fluía con estrépito, la triple combinación del asalto menemista: hiperinflación, derrumbe soviético, caída del muro y seducción del capital con Bunge & Born primero y la convertibilidad después. Ese momento histórico podía abordarse de diversas maneras, y para quienes rondábamos los veinte fue una invitación al cóctel letal de escepticismo, cinismo, profesionalismo. Para quienes entonces eran hombres y mujeres adultas, con la historia encima que unía inmigración judía europea con pobreza porteña, barrios obreros, organizaciones sociales y culturales de izquierda y comunitarias, mundo cultural modernista y revolucionario a la vez en los sesenta, debió ser un golpe demoledor. A la derrota política y en muchos casos militar de los setenta se incorporaba ahora una derrota cultural que había sido incubada en el mismo instante. 

Ahora bien, ninguno de esos ingredientes combinados o releídos marida, necesariamente, en novela histórica. Ni en historia novelada. La irrupción de ningún género podría explicarse sólo por circunstancias históricas, y seguramente tampoco por una inmanencia de leyes literarias. Sin embargo, algo estalla entonces. Y se propaga en la cabeza de nuestros queridos y admirados maestros. Quizás la primera piedra la había arrojado Piglia con Respiración artificial y su estiletazo inicial: “¿Hay otra historia?”. Y ese viaje al siglo XIX de la mano de Marcelo Maggi, quien se dedica a descifrar las cartas y los papeles privados de Enrique Ossorio, el secretario privado de Juan Manuel de Rosas. Años después, algo de una reelaboración posexilio queda sembrado con Casullo cuando escribe El frutero de los ojos radiantes y recrea una memoria cultural más amplia que los estrechos márgenes del todo o nada vanguardista imponían, o cuando Mempo Giardinelli despliega historia y literatura en  Santo oficio de la memoria. Golpeado por ese triple efecto de fracaso reformista radical, derrumbe soviético e inversión peronista, José Pablo Feinmann se ahonda en La astucia de la razón mostrándonos el corazón y la cabeza de cuatro jóvenes filósofos y sus relaciones vitales con el peronismo y con la izquierda. Lo cierto es que en ese torbellino que se fragua entre el declive alfonsinista y el ascenso menemista, capa cultural y política que traducía a lengua local otros movimientos tectónicos a escala planetaria, se gesta una inflexión narrativa novedosa. Surge una lectura de la historia argentina esbozada desde la ficción, con una respiración dramática que lucía significativa y jovial. Algo tenían para decir nuestros escritores y un desplazamiento abrupto y centralizado al siglo XIX los volvía originales y expectables. 

Por ese mismo tiempo, Andrés Rivera realiza su propio desplazamiento hacia el siglo XIX. Algo olfatea don Andrés, y uno se lo imagina en su adustez, ceño fruncido, mirada implacable, como oteando el horizonte. La historia, se habrá preguntado Rivera. La literatura, se habrá dicho. Ajá, veremos qué puedo hacer. Entonces inventa un dispositivo narrativo de orfebrería, artesanal. El diálogo, la sentencia, la frase, la onomatopeya, el retruque, se imponen como llaves que abren y cierran pequeñas puertas de un mundo grande y miniatura a la vez. En 1984, la librería Gandhi a través de su sello editorial Folios publica En esta dulce tierra, nouvelle histórica de menos de 100 páginas alrededor del asesinato de Maza en 1839, en tiempos rosistas, que lleva como epigrafe la expresión: “No sé qué es lo que ocurre en este país, pero todo el mundo transmite todo”, firmado por el Almirante Jorge Isaac Anaya. Y sin embargo, pese a la cita-epígrafe, la novela quedaba situada en el siglo XIX. Algo había para decir sobre el presente, fuerte y en pocas palabras. Los muertos y la política, el asesinato político, la sangre derramada, la identidad, el revanchismo, el aniquilamiento. Pero faltaba la aparición de El amigo de Baudelaire y luego La sierva para terminar de probar la apuesta, que ahora incorpora un componente adicional: la dramaturgia. El uso de la entonación dramática, la frase corta, el diálogo conciso. La recurrencia al monólogo y la centralidad de un personaje que va configurando una narrativa escénica, situada en el Cabildo, la plaza, la casa del exilio, la casa antigua. Andrés Rivera delinea una suerte de minimalismo paradojal en el género de la novela histórica que, en sentido amplio, comenzaba a ganar adeptos y difundirse.

Fue entonces cuando publica La revolución es un sueño eterno, donde alcanza un momento de condensación entre sus criaturas literarias y el público, a partir de un tema profundamente nacional: la Revolución de Mayo desde el punto de vista de Juan José Castelli, el orador, el jacobino, el rebelde, el Robespierre criollo. No es casualidad el suceso que había tenido unos años antes Soy Roca, de Félix Luna, ni el que tuvieron después autores de las más diversas procedencias y estilos como Pacho O´Donnell, Felipe Pigna, García Hamilton, y toda la saga fructífera y prolífica que desde entonces se abrió en Argentina y América Latina, que hizo dialogar historia y narrativa, memoria y política. Pero sucede que Andrés Rivera encontró un modo de interpelar, una forma narrativa, una hondura que lo puso en lo más alto de nuestra literatura contemporánea. 

Espesor, brevedad y dramaturgia. Es decir, devolverle a la historia su trama de sentido, los intereses contrapuestos, las figuras y los proyectos políticos en disputa. Se conoció que Rivera había realizado para todas esas novelas rigurosas investigaciones históricas. Era tal el tono aseverativo con el que trabajaba, que más de un profesor de historia preocupado acudía rápidamente a chequear los datos. Y solían preguntárselo en todas y cada una de las entrevistas. Él se limitaba a responder: investigo mucho, pero a la hora de escribir, olvido. A los historiadores les fascinaba su literatura. Problematizaba, era desafiante. A los escritores les fascinaba su utilización de la historia. Le ponía relevancia, le daba sentido.

Por sus páginas desfilaron próceres, señores burgueses, militares, peones, médicos, personal doméstico. Sarmiento anduvo a caballo por Buenos Aires durante la fiebre amarilla, y pese a que alguien le señaló que eso era imposible porque el sanjuanino se había trasladado a Córdoba, él dijo: en mi libro, Sarmiento anda a caballo por Buenos Aires. Con El farmer, metiéndose en la piel de Rosas, intentó nuevamente con el recurso que había utilizado con Castelli y salió airoso: reinventó un género que pronto llevaría, de la mano de Feinmann, a Perón y a Evita al cine. Se dijo que el autor estaba ahí detrás, visible, camuflado en sus personajes. Lo cierto es que le dio carnadura y voz, actualidad, controversia, a personajes históricos que estábamos acostumbrados a ver en billetes, calles y nombres de localidades, pero de los que sabíamos poco. Y menos sabíamos qué rol habían tenido en su circunstancia. Desde 1995, don Andrés vivió hasta la semana pasada en el barrio Bella Vista, levantado por obreros y desocupados en la ciudad de Córdoba, cerca de la Biblioteca Popular gestionada por su esposa, Susana Fiorito. Con él, se va uno de los contadisímos grandes escritores argentinos que aún estaban con nosotros y que seguirá estando siempre.