El gobierno porteño inauguró ayer con orgullo la remodelación de la Plaza de Mayo, pero con una sorpresa desagradable, una alta reja permanente que la divide casi en dos. Es un reemplazo autoritario de las barreras móviles que partían la Plaza desde 2002, un avance en el espacio porque ahora quedan prohibidos dos grandes canteros y una confesión de miedo a la protesta social. La obra es además doblemente ilegal, porque no fue votada en la Legislatura de la Ciudad y porque ignoró explícitamente una orden de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos.

La Plaza de Mayo es la primera de esta ciudad y hasta fines del siglo pasado fue plaza sólo en el sentido de ser un espacio abierto. Las pinturas clásicas del lugar, como las acuarelas de Pellegrini o las de Essex Vidal, la muestran como un enorme potrero sin vegetación o árboles, ni siquiera límites. Era simplemente el espacio entre las manzanas que la rodeaban, que se podía cruzar a caballo o carro de cualquier manera, con el sólo límite de la Recova. El urbanismo de fines del siglo 19 cambió todo y en 1894 la Plaza tomó el aspecto al que estamos acostumbrados, con diseño de Carlos Thays. Poco después se plantaron las grandes palmeras imperiales, regalo del primer presidente de la flamante república de Brasil a Julio Roca.

En su primera geografía, el lugar vio las invasiones inglesas, la Revolución de Mayo, la entrada de los colorados de Rosas y del ejército de Urquiza, prácticamente todos los eventos de la Patria Vieja. Después fue la plaza de Irigoyen y Perón, de los dictadores y los bombardeos, el lugar donde se va a exigir derechos y a protestar. No extraña que en 1940, cuando se crea la legislación nacional de protección del patrimonio y la Comisión que lo custodia, el primer Lugar Histórico fuera esta plaza.

Es por eso que el anuncio, el año pasado, de su remodelación creó enorme desconfianza y bastante alarma. El gobierno de esta ciudad no tiene una tradición de cuidado al patrimonio, una falencia que sólo se agravó desde el triunfo electoral del PRO en 2007, sumándole un particular mal gusto en la obra pública. Sin embargo, en 2016 el gobierno porteño consultó a la Comisión Nacional de Monumentos que preside Teresa de Anchorena y presentó, como marca la ley, los planos y renders de la remodelación.

 

Adrián Pérez

Como se puede ver en otros espacios públicos, la gestión de Horacio Rodríguez Larreta tiene un gusto particular por las veredas blancas. Hasta esta obra, la Plaza era, en la memoria general, de veredas rojas y con bancos de madera y metal, con lo que las veredas blancas propuestas eran llamativas. Pero la documentación muestra que la Plaza de Mayo que creó Thays sí era blanca, hasta una remodelación manu militari en tiempos de Onganía. Lo mismo ocurría con su ancho, recortado para ampliar Rivadavia e Irigoyen: las fotos de época muestran un carril menos en esas calles y una vereda con doble hilera de árboles, una de adentro y otra en el borde.

Fue sobre esta documentación de época que la Comisión de Monumentos aceptó el proyecto con una salvedad, la que buscaba cambiar los bancos de madera por esas placas de cementos supermodernas que vienen hasta modeladas para ordenarte dónde asentarse. Aunque estos bancos se llaman, con fuerte ironía, “patrimonio”, eran inaceptables en una propuesta supuestamente de restauración histórica. El gobierno porteño aceptó la objeción y repuso los bancos “griegos” –una placa sostenida por dos pies en forma de capitel jónico– que la plaza tuvo hasta Onganía.

A todo esto, se estaba cometiendo otra ilegalidad, porque el gobierno de la Ciudad estaba ignorando por completo la ley porteña. El lugar es parte de un Area de Protección Histórica y tiene su propio capítulo en el Código Urbano desde 2002, un segmento que prohíbe explícitamente cambiar el ancho de las veredas y el de la plaza en total, y hasta bane por completo cambiar las baldosas, apenas repararlas o cambiarlas por otras iguales. Una obra de este tipo, entonces, necesita una ley específica en la Legislatura. Pese a su control del órgano legislativo, Rodríguez Larreta simplemente siguió de largo.

La sorpresa general vino apenas pasado este año nuevo, cuando la Ciudad le consultó a la Comisión de Monumentos sobre la idea de hacer una reja permanente como la que se inauguró ahora. El plenario de la Comisión del 9 de enero rechazó la idea porque “implica una división física permanente que fractura la lectura del espacio público” y porque “genera una separación entre la plaza cívica más importante del país y los edificios de gobierno que se mantienen desde su origen”. Evidentemente, esto último es uno de los objetivos de la obra y explica la indiferencia hacia lo decidido por la Comisión, que es la autoridad de alzada. Tampoco le llevaron el apunte al veto a hacer la plaza blanca hasta la Casa Rosada, borrando toda marca del borde sobre la calle Balcarce. La Comisión rechazó esta desaparición y para no complicar las cosas pidió baldosas grises que marcara el borde. 

Quien pasara por la Plaza ayer, después de la inauguración, encontró la geografía de siempre: las palmeras imperiales, las fuentes, la pirámide, los canteros. La gran diferencia es la blancura de los pavimentos y el nuevo ancho, que avanza hacia los lados duplicando la vieja vereda. Los materiales son los usuales, los grandes placones del tamaño de cuatro baldosas que el macrismo ya convirtió en una suerte de logotipo constructivo. Al caer la noche, el visitante notará un toque de especial mal gusto cuando se prendan las líneas de luces embutidas en el piso que contornean los grandes canteros recién replantados. También hay un ballet lumínico en la pirámide y otro, muy nervioso y abundante en amarillos, en las fuentes. El conjunto le da a la Plaza una estética de hotel alojamiento de dudoso pronóstico.

Pero lo peor son las rejas, que intentan pasar por cívicas y europeas pero absurdamente cortan Rivadavia e Yrigoyen, con portones fuera de lugar y rodeados de policías que miran mal a todo el mundo. Tampoco tiene mucho sentido tener que buscar los portones para pasar de un lado a otro del espacio de la plaza, portones que por supuesto pueden ser trancados en caso de manifestación. Para más desconcierto del visitante, la movida ni siquiera tiene la justificación del orden visual, ya que las viejas barreras removibles azules, ya oxidadas y sucias, siguen ahí. Quien las extrañe puede verlas cerrando por las dudas la Catedral o apiladas a ambos lados de los portones que permite pasar los autos por las calles laterales. Se ve que la policía, por las dudas, también las quiere tener a mano.

 

Leandro Teysseire