Así como en aquella novela de Claude Michelet, La gran muralla, en la que el personaje hereda una tierra pedregosa sobre la cual construye un muro y ese trabajo se convierte en la razón de sus días, en su nuevo libro Piedra grande sin labrar, Verónica Yattah recibió arena. El ayer de una piedra o su pulverización; una consistencia volátil con la cual solo puede montarse algo transitorio, vulnerable, que se terminará desarmando, pero qué importa: “Confiábamos en la belleza de eso que éramos capaces de hacer/ con arena”, dice. O más bien, entrando en el corazón de esta metáfora, podríamos decir que la confianza está en la salvación de la que la palabra poética, su arena maleable, es capaz. No por sí misma: las palabras, tan bien elegidas en esta serie de 33 poemas, necesitaron ser esgrimidas por una mano alquimista. Este arte, al que le deben su transmutación los metales y cualquier elemento frío del universo, aparece mencionado en el poema en que la figura del padre es asociada a la del arquetipo del Tarot, El mago. Dice Yattah: “Padre mago./ Y me fui pensando en esa alquimia/ de haberme traído para irse”. Quizás también se traigan al mundo poemas por razones semejantes: para que quien escriba se vaya habiendo dado testimonio de algo que pese a haber sido escrito en la arena, en la memoria perdurará. Esa alquimia poética en este libro le devuelve a la simpleza de una escena su poder de milagro. Porque, lejos de perderse en lo agraciado o seductor de una forma, Yattah nos muestra esa pieza sensible, cotidiana, que el torbellino de los acontecimientos tapa. Y lo hace cultivando un estilo muy personal, elíptico, sugerente: “Los poemas se parecen más a una puerta entornada –a modo de ars– y quiero seguir mirando eso que apenas muestran”.  Quién pudiera tener tal claridad a la hora de decidir qué camino tomar en esa especie de autopista infinita que son las posibilidades de la escritura. Verónica Yattah la tiene y lo digo elogiosamente: lo que nos comparte en estos versos es la afirmación de un procedimiento observable en su escritura. Su mirada enfoca a través de esa puerta entornada, y por lo tanto la escena nunca se revela total ni explícita. En eso quizás consiste su elegancia a la hora de decir, y en un modo embellecedor que compensa el achatamiento al que tenderían los días sino los miráramos con cierto heroicidad, con lente onírico, con arte: “El flujo del día comienza y aquí voy/ tratando de recordar que de noche/ fui un corcel en la espesura”, remata en el primer poema del libro.  En el fondo, y no tan en el fondo, el amor es el que habla en estos versos inspirados en la piedra sin labrar de la vida cotidiana. “Hablo de mirarte al espejo después de haber cumplido/ con las obligaciones del día y sentir/ que ahora llega la mejor parte”, dice Verónica, celebratoria del momento presente. Pero lo que sucede hoy se nutre de lo ya acontecido. Yattah insiste en varios momentos de este libro en situar esos instantes cruciales, el momento exacto anterior a cruzar esa línea tras la cual nada volverá a ser igual: “Fui alguien conduciendo un auto/ en medio de una ruta/ hasta cruzarse en mi camino, algo/ que me hizo frenar el paso. / Ese algo fue el beso que le di a otra chica, / la noche en que mi cuerpo/ fue por primera vez, además de mi cuerpo/ mi casa”.