Hay fotos de todo tipo, profesionales y también familiares, entrevistas con viejos amigos y también doctores, cartas y postales antiguas, recortes de revistas, hasta extractos del inquietante diario que Rodney Drake llevó sobre la enfermedad de su hijo. Recuerdos de un instante, el contundente artefacto compilado por su hermana mayor, Gabrielle, es un libro extraño, con aliento a complaciente volumen de mesa de café y ordenada enciclopedia. Aunque termine evocando más bien a un agotador aleph de todo lo que se puede decir –o es posible leer, al menos– de Nick Drake y de su obra, compañera depresiva de la lisergia descoyunturada de Syd Barrett dentro del santoral musical británico. Pero mientras Barrett devino diamante loco, Drake terminó sus días como un artista olvidado e incomprendido, aún cuando el periodista norteamericano Arthur Lubow recuerde en el texto que acompaña la caja Fruit Tree –una rareza por entonces, que apareció cinco años después de su muerte– que Elton John había interpretado sus canciones en uno de sus primeros demos, Tom Verlaine lo consideraba el mejor de esa generación de artistas británicos y David Geffen confesaba haber soñado en que podía convertirlo en una estrella internacional. Capaz de ser ubicado desde este lugar del mundo a medio camino –al menos tomando como referencia Pink Moon, el mas despojado de sus discos– entre Mateo solo bien se lame y Tango, el disco póstumo de Tanguito, a decir verdad Nick Drake no llegó a ser ni siquiera lo suficientemente excéntrico como para abrazar la fama imediatamente después de su muerte. Incluso sucedió a los 26 años, con lo que quedó afuera del club de los 27. Y lo hizo sin ningun glamour, victima de una sobredosis de antidepresivos, mientras se refugiaba del mundo en un cuartito en la casa de sus padres. Es su música y no sus actos los responsables del callado culto que con el tiempo comenzó a construirse a su alrededor. Por eso la necesidad de hablar y hablar hasta imaginar lo que no está ni nunca estuvo, ya que Nick dijo –y de él se dijo en su momento– poco y nada. En Recuerdos de un instante se habla mucho de su música, por ejemplo. Disco a disco, tema a tema. También de su depresión, y hay muchos mea culpa de allegados, amigos y familiares. Pero son las fotos, los recortes de prensa y la reunión de los mejores textos que se han escrito sobre él en libros y revistas especializadas –hasta aquí inéditos en castellano– lo que permite celebrar mejor la música, o al menos lo que significa su presencia y también su ausencia. En una de las últimas ediciones de la revista británica Mojo, evocando el que tendría que haber sido su cumpleaños número 70 (ahora, el 19 de junio), su productor Joe Boyd insiste que cuando escucha su música hoy en día percibe lo mismo que cuando escuchó su primer demo. “Pensé entonces que era un genio y aún lo pienso, y me rompe el corazón no haber encontrado una manera de hacerlo feliz y famoso”, se lamenta Boyd y evoca el documental sobre Sixto Rodríguez que ganó el Oscar, Searching for Sugar Man (2012). “Me emociona pensar en la escena en que diez mil personas están en un teatro en Sudáfrica, esperando por un hombre al que creían muerto. Cuando la vi, empecé a llorar justo en el momento en que Sixto aparece en el escenario y todos se ponen de pie, pensando en lo que sería si en un teatro lleno de público que cree que Nick Drake está muerto, de pronto él se apareciese en escena.” Algo parecido a lo que persiguen todos los textos, las explicaciones, las disculpas, los recortes y las fotos que habitan Recuerdos de un instante, un libro que termina honrando lo mejor de eso llamado periodismo de rock. Que siempre recuerda todo lo que construye la música, pero también que lo mejor es volver a ella. Y nunca al revés.