Las liturgias celebratorias, es sencillo comprobarlo, funcionan con una mecánica recurrente. Cuando se arriba a los centenarios de algún acontecimiento prestigioso proliferan homenajes y remembranzas. Esas rutinas conllevan un componente mítico, que resulta fértil para fijar identidades; pero simultáneamente habilitan un sesgo indagatorio, pues aquello que vuelve a merecer la atención colectiva invita a ser revisado con mayor detenimiento.

Es lo que ocurre con la figura de Karl Marx, de quien se acaban de cumplir doscientos años de su nacimiento. Aún en un contexto epocal refractario a su concepción radicalmente igualitarista y donde las filosofías académicamente dominantes se muestran colonizadas por el giro analítico, la obra del pensador alemán despierta interés y amerita ser perpetuamente interrogada.

Por cierto que su legado nunca estuvo exento de aguerridas querellas interpretativas. O pensarlo como un crítico radical de la modernidad por la manera en que la materialidad económica interfiere en la conciencia transparente de los sujetos, o pensarlo como un exponente terminal de ella, al postular que la historia tiene un sentido racional y teleológico. O presentarlo como un determinista para el cual el desarrollo de las fuerzas productivas ahoga el espacio para el desenvolvimiento del actor político, o presentarlo como un filósofo de la praxis para el cual la voluntad organizada de la clase detona el suceso revolucionario. O verlo como un eurocéntrico para quien el modelo inglés tiende a universalizarse y el colonialismo cumple un rol civilizador. O admitir que en sus últimos escritos esa perspectiva se revierte y abre un resquicio para justipreciar la diferencia cultural en la historia. Es interesante, pues incluso en la actualidad dos de sus eruditos seguidores discrepan. Ernesto Laclau afirma que en Marx termina prevaleciendo su faceta objetivista, impermeable al ingreso de la dislocación de la estructura y la contingencia. Enrique Dussel piensa exactamente lo contrario, señalando el componente mesiánico que anida en sus textos.

Pues bien, asumiendo los riesgos que implica esa tradición polisémica, nos interesa aquí escrutar la relación entre el marxismo y la cuestión nacional. Y nada mejor que penetrar en ella acudiendo a un texto canónico, "El Manifiesto Comunista". Llama la atención allí su retórica casi profética, su estilo arengatorio y de interpelación directa, lo que refleja de algún modo el andamiaje teórico que lo sustenta. Quiero decir, la figura de un manifiesto supone transmitir de manera concisa y locuaz un conjunto de conceptos que requieren la intervención rápida de aquel sujeto al que le son dirigidas esas candentes palabras. Conciencias en parte adormecidas que al serles inyectada una verdad reveladora incursionan en la historia cumpliendo el urgente rol que esta les tenía reservadas.

A lo largo de todo su desarrollo, el texto transpira una sensación de inminencia, la incubación explosiva de una mutación fundacional que al ser anunciada se torna más patente para aquellos que deberán irreversiblemente protagonizarla. Hay un evidente estado de exaltación en los autores, que buscan transmitir de manera fidedigna a un universo explotado de proletarios la estrepitosa putrefacción del sistema capitalista y la maduración consiguiente de un proceso de regeneración civilizatoria que llega para suplantarlo.

Esa sensación de impetuoso entusiasmo en parte remite a una circunstancia dominante, como eran las revoluciones antimonárquicas que se habían desatado en Europa por aquellos años. Esa marea insurreccional acicateó la confianza de Marx y Engels, quienes suponían que la participación vanguardista de la Liga de los Comunistas permitiría convertir una gesta republicana y liberal en un episodio vigorosamente anticapitalista.

Sin embargo había convicciones filosóficas más profundas, en donde se anudaban una teoría científica de la historia y una lectura tendencial de la lógica capitalista. Esto es, por una parte la humanidad había atravesado etapas (comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo) que anticipaban los cambios del presente, y por el otro la relación salarial y la extracción de plusvalía preparaban el terreno para la dualización social y la confrontación revolucionaria entre clases antagónicas. Por lo demás, y este es el asunto medular que importa destacar, este desenlace entre imperioso y bienvenido iba a precipitarse de un momento a otro.

Ahora bien, y bajo riesgo de bordear el reduccionismo, podría leerse el devenir posterior del marxismo como el resultado de la inconsumación de tan contundente pronóstico; en la medida que, como en algún sentido señala Eduard Bernstein a fines del siglo XIX, el capitalismo fue encontrando la manera de optimizar su productividad sin agudizar la tasa de explotación, incrementando la tasa de ganancia vía el plusvalor relativo que emerge de las transformaciones de la tecnología productiva.

Ahora claro, y llegando al punto que nos convoca, si el capitalismo era supuestamente un fenómeno inestable, estructuralmente inviable y a las puertas de su implosión, todos los componentes del edificio institucional e ideológico que lo configuraban serían arrastrados por su irreversible desaparición. Específicamente vale destacar dos, la religiosidad y las naciones. El primero como emanación trascendente de una vida terrenal plagada de intolerables inequidades y el segundo como armazón jurídico‑territorial‑cultural de un mercado que en su interior afirmaba burguesías dominantes.

Desde ya entonces, que el internacionalismo proletario dificultaba en Marx la captación de la espesura de todo aquel ingrediente social ajeno a ese paradigma, pero acentuado ello por la certeza de que el comunismo como esperanza inminente suponía un grado de homogeneización desprovista de fragmentaciones nacionales. Por supuesto, que hay textos orientados a enfocar ese problema, pero son básicamente tácticos, avocados al rol de las nacionalidades del Este en los levantamientos antimonárquicos; pero de ningún modo constituyen un cuerpo teórico acorde a la densidad de la temática tal como la misma se consagra especialmente a lo largo del siglo XX.

Esta suerte de insuficiencia original tendrá para el marxismo efectos tan duraderos como inapropiados. Y muy particularmente en América Latina, un continente con independencia política y estados naciones ya cristalizados, pero sometido a su vez a las presiones geopolíticas y económicas de Estados Unidos e Inglaterra.

En poco ayudó aquí la aparición del texto que Daniel Riazanov pone en su oportunidad en manos del comunista argentino Aníbal Ponce, donde Karl Marx en 1857 y a pedido de un periódico británico analiza (con juicios despectivos y lapidarios) la figura del Libertador Simón Bolívar. Denostándolo como un caudillo autoritario y estatalista, el filósofo alemán parece no advertir la peculiar manera que en América Latina se establece la relación entre liderazgos políticos, sociedades civiles incomparables con las europeas y naciones en trance de formación.

Estas carencias conceptuales de las izquierdas tendrán en la Argentina un capítulo sustancial, con el surgimiento del peronismo. Tal vez la expresión más relevante de la denominada tradición nacional‑popular esta experiencia política reunía en principio una suma de complejidades. El antiimperialismo era el eje de su identidad programática, su Conductor era un militar de imprecisas pretensiones, la clase obrera lo acompañaba con impertérrito entusiasmo y su doctrina se mostraba ajena al marxismo.

Frente a ese compendio de rarezas, la izquierda se desplazó desde el enfado al esquematismo, pasando por la perplejidad y el desconcierto. Para poder repeler ese insólito movimiento hubo primero que etiquetarlo y para ello solo se pudo apelar a categorías disponibles. Se lo consideró primero "fascismo" (lo que se mostró endeble, pues lo que abundaba allí era el obrerismo y no el antisemitismo) y más tarde "bonapartismo" (apelando al término que el propio Marx había utilizado en su momento para vituperar a un gobierno fuerte que invocando el interés nacional manipula a las masas para terminar favoreciendo a la burguesía).

Los golpes de la historia no obstante permitieron a la izquierda corregir sus desempeños. Confirmado que el peronismo no era una mera anomalía de un pueblo enfermo, ni un visitante pasajero, figuras como Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos propondrán un enfoque mucho más amigable. Es notable el caso de Ramos, quien desde el trotskismo aplica pero ahora con sentido positivo la categoría de bonapartismo. El propio Trotski en México venía de alabar en Lázaro Cárdenas lo que Ramos destaca en Perón. Un nacionalista al que hay que exigirle que radicalice sus conquistas sin despreciarlo.

El peronismo, justo es decirlo, también entregó luego rarezas sumamente desagradables. La espantosa combinación de rodrigazo y lopezreguismo, o la reconversión neoliberal conducida por el traidor de Anillaco espantaron como antecedentes a cualquier izquierda, por más expurgada de gorilismo que estuviese su mirada.

El kirchnerismo es, aún con sus falencias, un regreso a las fuentes. Una recuperación selectiva del mejor peronismo. Hoy, creo, revalorizado luego del desquicio macrista. La discusión que se abre sobre un gran frente opositor, facilitará advertir si las izquierdas perseveran en una matriz renuente al mundo plebeyo realmente existente o gana espacio una estrategia más atinada, inteligentemente receptiva respecto de la manera irrepetible en que cada nación traza sus caminos hacia la soberanía y la justicia social.