Existen muchos lenguajes misóginos (muchos de los cuales llegan a ser incluso el lenguaje jurídico, el lenguaje de una cultura, de una sociedad) que normalizan y naturalizan la violencia como costumbre, como ley, como espectáculo, como “orden”. La naturalización de la violencia se ve en eufemismos tales como violencia institucional. A poco de profundizar en estas palabras se llega a un callejón sin salida: su falta de legitimidad ética es palmaria. Un Estado que se sostiene sobre la violencia (o que necesita de la violencia para sostenerse, plazas cercadas, jóvenes reprimidos y muertos), no parece un Estado legítimo. Muchos de estos eufemismos legales buscan disimular algo que ya se encuentra ínsito en el término violencia: la violación de una persona. ¿Es democrático y legítimo un Estado que violenta (“institucionalmente”), que viola, que ejerce violencia, sobre personas? 

Cuando se habla del “monopolio” de la violencia (en el Estado) se está reconociendo que el Estado tiene, desde tiempos premodernos, la capacidad (jurídica, legal, “natural”, política) de “violentar” (violar, además del castigo pero también a través de él) a las personas. El Estado mata, pero también viola. El Estado acomete violaciones de distinto tipo (la raíz del derecho de pernada que luego se desdibuja en la figura de “abuso” de “autoridad”), en forma directa (en las cárceles o fuera de ellas, con las muertes cotidianas a manos de fuerzas de seguridad) o indirecta, dejando morir. En una sociedad del patriarcado, este término –violencia– tiene otras implicancias. Es un Estado que violenta, que también mata, que viola, que reivindica su capacidad de poner “orden” en un territorio como parte de su monopolio de la violencia. Que tiene la pretendida “legitimidad” para hacerlo. Este Estado es parte de un modelo patriarcal, que se consolida o refuerza en dictaduras. El robo de bebes de “parturientas” asesinadas (bebés que eran según Videla “escudos humanos”) no es un accidente. Es un crimen de lesa humanidad por partida doble, que tiene muchas marcas, como advierte Mackinnon: es un crimen de género. Es un crimen que tiene una marca adicional, en tanto naturaliza y determina -performa- el lugar subordinado de las mujeres. Eran asesinadas después de “dar a luz” a sus “escudos”. Eran un instrumento. 

La violencia contra pobres vendedores ambulantes o contra personas en situación de calle, a quienes la policía de la ciudad de Buenos Aires priva violentamente (violatoriamente) de sus pertenencias, es parte de un modelo de Estado que sostiene y se sostiene sobre la violencia misógina (que, como advierte Nussbaum, comienza contra las mujeres, luego se extiende a otros grupos, inmigrantes, discapacitados, indígenas, homosexuales y todo aquel que no se adapte a la heteronormatividad blanca), sobre la violación, sobre el “monopolio” de la fuerza. La discusión sobre la despenalización del aborto profundiza estas discusiones sobre lenguajes, sobre culturas, sobre modelos de Estado. Es la punta de un iceberg. El Estado del patriarcado es un Estado etimológicamente represivo, que solo alimenta lo que ya conoce y sobre lo que cimenta su autoridad: la violencia. La violencia contra las mujeres y los esclavos es la primera violencia. La fundamental. 

Cuando se lucha contra la violencia normalizada, “institucional”, se lucha en múltiples frentes: la despenalización del aborto o el fin de la violencia criminal contra sectores vulnerables, víctimas de la represión policial cotidiana, asumen un denominador común: cuestionar la raíz (etimológica) de esa violencia (física-institucional y moral) que es la violencia “institucional”, institucionalizada y legitimada. Luchar contra la violencia, es luchar contra la institucionalización de la misma en todas sus formas. Es luchar contra su naturalización en la cultura, en el Estado, en la sociedad, contra las mujeres que deciden disponer de su cuerpo o contra vendedores callejeros que buscan una forma de sobrevivir sin cometer crimen alguno. El Estado, cuando deja morir en la clandestinidad a una mujer que aborta, cuando detiene a una embarazada que vende chipa en Constitución, cuando secuestra sandwiches de salame o cuando le quema los colchones a un grupo de indígenas, cuando apalea a un senegalés que vende comida en una estación, o cuando deja que cientos de chicos mendiguen sin asistencia de tipo alguno, comete, etimológica y físicamente, violaciones. Una violación. Una violación de derechos y una violación de la persona. El patriarcado se sostiene sobre violaciones institucionalizadas contra grupos vulnerables, sean mujeres embarazadas, ancianos desahuciados, inmigrantes indigentes o niños. La etimología de la palabra nos indica de dónde viene y a dónde apunta la violencia: al sometimiento. Un Estado que viola para poner “orden” sostiene con sus violaciones una cultura y una sociedad del patriarcado, una cultura violenta. Un senegalés apaleado en una estación o una mujer pobre muriendo sola porque el Estado la obliga a realizarse un aborto inseguro, son dos caras de la misoginia sobre la que se sostiene el “orden público”, la violencia “institucional”, la violación (de una persona) institucionalizada y percibida como algo “normal”. 

Guido Croxatto: UBA-Conicet. Director del Tribunal Experimental en DD.HH. Rodolfo Ortega Peña (UNLA).