Soy la que viaja. Puerta de viajes.

Es verdad que me arriesgo; veo la muerte a cada paso.

¿Cómo sujetarse a uno solo este mi cuerpo de mil vidas? (...) Atarse a una mujer es apartarse del misterio. (…) Yo me escapo esta noche.

Sara Gallardo, “Las treinta y tres mujeres del Emperador Piedra Azul”

Cuando era niña, la escritora y periodista argentina Sara Gallardo, que había heredado el nombre de pila de su madre (Sara Drago), de su abuela materna (Sara Cané de Drago) y también de su bisabuela (Sara Beláustegui de Cané), era para todos “Sarita”. Las más de las veces, mientras los otros niños de la casa montaban juegos al aire libre, en la Chacra Gallardo de Bella Vista, Sarita pasaba, enferma, interminables jornadas en la cama, noches en vela, en compañía de su madre que vigilaba amorosamente su sueño, o junto a su padre, quien mediante la lectura en voz alta la ayudaba a crearse otros mundos, esos que trocaran la convalecencia del asma y demás dolencias por historias que le irían marcando las coordenadas del universo imaginario de la escritora en potencia. Además de ligarla con la lectura, esas vivencias intramuros conectaban a Sarita con los otros tiempos y sonidos de la casa, los más silenciosos, casi de poderío privado, esos que no se determinaban por las comidas, la hora del baño o de los deberes, la llegada del padre a la casa.

Mientras sus hermanos estaban en el colegio o jugando en el parque, el microclima que instalaba el “no poder salir” permitía a Sarita ese plus de casa que acaso más tarde diera sus frutos cuando ella pudiera realizar, disfrutando, su tarea intelectual desde alguna de las tantas casas y tantos países donde residió. Circunstancias personales y profesionales llevan a Gallardo a emprender constantes desplazamientos de lugares. Esos movimientos despertaron lazos entre una forma de vida, caracterizada por  alguna forma del nomadismo y la trashumancia, y una poética literaria, la de una escritura no fácilmente encasillable, por la singularidad que traen las apuestas de cada uno de sus libros y de sus intervenciones periodísticas. No porque sí, la película preferida de Gallardo era Lawrence de Arabia (1962), que trata sobre un personaje ávido por desplazarse, que viaja y se involucra de lleno con una cultura y una sociedad que no son las suyas, y después queda un tanto descolocado, sin inscripción fija: es demasiado árabe para los ingleses pero demasiado inglés para los árabes.

Por supuesto que la procedencia ilustre de la autora y las fábulas imaginadas a su alrededor despertaron en su momento lecturas tautológicas. Sin dudas, el orbe referencial de sus ficciones tiene puntos de contacto y hasta inspiraciones en su experiencia vital. No obstante, las aproximaciones a sus textos asumidas desde un prisma biografista y de clase se sustentaron en fórmulas esperables –la hija de patrones de estancia que escribe novelas rurales; la descendiente de los organizadores de la nación que aborda, casi como un atavismo o una fatalidad, temas de la patria– y obturaron otros sentidos.

Enero es la primera novela de Gallardo y también la primera novela argentina que narra la violación de una joven puestera de estancia, seguida de embarazo y casamiento obligado con el abusador, desde la perspectiva tan alienada como lúcida de la afectada. No obstante, las lecturas de género de los ‘90, encaminadas hacia el fundamental trabajo de recolocación de las escritoras argentinas en narrativas feministas, también dejaron a su literatura para un segundo momento. Es hoy, a treinta años de su fallecimiento, que encontramos nuevos marcos de legibilidad para situar su obra y hacer otras lecturas. ¿Cómo no leer al cuento “Palermo” de El país del humo como un caso de femicidio en la literatura argentina?; ¿por qué no agregar a las lecturas de “Un hombre en la araucaria” o “Un secreto” del mismo volumen, que ponderaban el coqueteo con la ficción científica, retazos del fantasy y el melodrama, la aparición de organismos pre-Cyborgs, cuerpos intervenidos, cuerpos prostáticos, en escenarios posutópicos?

¿Por qué no arriesgar una lectura de “Las treinta y tres mujeres del emperador Piedra Azul” que privilegie la mirada sobre la zona de fuga respecto de un régimen escópico patriarcal y una sexualidad heteronormativa? Si la más de treintena de voces de las mujeres del cacique que narran sus ardides, en un cuerpo textual que avanza por una lógica del fragmento, se definen como una puerta que se abre, para toparse con lo nuevo, lo desconocido, para asumir los riesgos de emplazar sus voces en el cuerpo que se elige, aunque éste termine estallado en miles de vidas distintas.

 

* Doctora en Letras e investigadora del Conicet.