¿Hay un arte femenino? En este tiempo en que el reordenamiento del mundo bajo una perspectiva de género atraviesa todos los espacios, la pregunta es inevitable. Y la respuesta depende mucho de cómo se conciba la relación entre arte y sociedad; para algunxs, lo lógico sería que las desigualdades en ingresos, acceso a derechos y oportunidades laborales que afectan a las mujeres en todos los ámbitos se hicieran presentes también en la esfera artística. Para otrxs no, acaso porque parecerían postular al arte como un paraíso autónomo en el que la conquista de espacios igualitarios a favor de las mujeres ya ha sucedido, ya no es un problema. A ese intercambio de impresiones, que puede ser un verdadero callejón sin salida, se contesta con cifras: el porcentaje de representación habitual de las mujeres en muestras, retrospectivas y colecciones de museos es del 10 por ciento, salvo excepciones puntuales que no alcanzan a modificar esa cifra. Los 7,1 millones de dólares que se pagaron en el 2015 por una obra de Yayoi Kusama contra los 58,4 que cotizó una de Jeff Koons –es decir, los máximos valores alcanzados en el mercado por obras de artistas vivxs– también son elocuentes en cuanto a diferencias de valor monetario. 

Los datos están en Feminismo y arte latinoamericano. Historias de artistas que emanciparon el cuerpo, donde la historiadora del arte y curadora Andrea Giunta parte de la necesidad de que existan constataciones concretas sobre la presencia de las mujeres en el ámbito artístico. Los números importan, sobre todo porque cada vez que se plantea una discusión al respecto se recurre al mismo argumento: ¿pero acaso no hay artistas mujeres notorias como Marina Abramovic, Tracey Emin o Frida Kahlo? ¿No se les dedican muestras individuales, ganan premios y venden como cualquier artista varón? No parece lógico que la misma lista de artistas que se consideran exitosas sirva para saldar una y otra vez la discusión, especialmente porque la misma existencia de la lista pone de relieve la excepcionalidad de esos nombres, que pueden contarse con los dedos de la mano. Pero si bien las estadísticas son imprescindibles como punto de partida para establecer de modo indiscutible que las obras de mujeres se exhiben menos, ganan menos premios y se cotizan mucho menos que las de los varones, hay un aspecto mucho más profundo que a Giunta le interesa analizar en relación a las representaciones del cuerpo que algunas artistas mujeres han construido a lo largo de las últimas décadas.

No todas las artistas mujeres trabajaron o trabajan con el cuerpo, claro. Es más, no todas las artistas mujeres quieren ser consideradas como tales. Giunta hace una diferenciación fundamental entre artistas que se proclaman feministas, artistas que trabajan programáticamente con lo femenino (ya sea el cuerpo o las experiencias vinculadas a los sujetos que socialmente se clasifican como tales, distinción importante para salir del biologicismo), otras que ocasionalmente plantearon representaciones transgresoras del cuerpo de la mujer, pero que sólo quieren ser identificadas como artistas –ni feministas, ni artistas mujeres–. Y por último, y un punto muy valioso para pensar las condiciones de acceso de las mujeres al mundo del arte, aquellas que se identifican como artistas pero no como mujeres y, o bien optan por una estética universal indiferenciada, o bien, desde la lógica específica del arte entendido como vanguardia, intervienen en el espacio donde se configura el poder con el lenguaje de sus pares varones. “Las mujeres que triunfan en el mundo del arte en general no quieren ser reconocidas como artistas mujeres y tampoco se autorrepresentan como feministas”, dice Giunta con toda claridad. No es difícil entender en ese caso la clave del éxito o la recepción favorable: valerse de un lenguaje en común les otorgaría, es de esperarse, una legibilidad inmediata, tanto para la crítica como para las instituciones. El “ojo experto” de los críticos y curadores podría reconocer en la obra de esas mujeres lo bueno y lo malo, los modos que adopta el diálogo con la tradición, porque estarían jugando con las reglas ya establecidas en lugar de venir a proponer un nuevo paradigma.

CAP. 4. IMAGEN 1. CLEMENCIA LUCENA

Lo extraterrestre, lo disruptivo, es el cuerpo de la mujer cuando aparece representado desde una subjetividad que también se identifica como femenina –y no, por supuesto, desde el consabido lugar de las mujeres en la historia del arte como musas o modelos–. Es por eso que Giunta decide centrar su recorrido por la obra de varias artistas mujeres en el cuerpo femenino (o socialmente clasificado como tal). Si el cuerpo patriarcal es el regulador del poder y configurador de los cuerpos sociales correctos, sostiene Giunta, el de la mujer es el otro de ese cuerpo patriarcal, el sojuzgado, que no plantea mayores complicaciones cuando ingresa a la historia del arte desde la mirada masculina regulada por el deseo.

Para analizar este punto y construir, al mismo tiempo, un repertorio de conceptos desde los cuales pensar el arte de las mujeres en la coyuntura específica de las luchas revolucionarias de izquierda, Giunta recorre la obra de Clemencia Lucena en Colombia a fines de los sesenta, los primeros trabajos de María Luisa Bemberg en Argentina a principios de los setenta (y a partir de ella se traza un recorrido por las organizaciones feministas de la década), el cine experimental de Narcisa Hirsch, las performances de Nelbia Romero en Uruguay y las fotografías de Paz Errázuriz en Chile durante la dictadura de Pinochet, entre otras. En todos los casos, la experimentación con los cuerpos y experiencias clasificados socialmente como femeninos se vio atravesada, o directamente en conflicto, con las demandas de la política partidaria de izquierda. “Lo personal es político”, podían sostener las mujeres, pero cuando se trataba de subsumir los cuestionamientos al patriarcado y esa forma de política considerada “menor” bajo otro tipo de reclamos totalizantes, la presión era muy concreta. Esa relación conflictiva entre militancia política y feminismo, sumada a la represión de las dictaduras latinoamericanas, dio como resultado, sugiere Giunta, que no llegara a gestarse en Latinoamérica una tradición de arte feminista.

¿Y en la actualidad? ¿Qué se gana o qué se pierde al negarse a hablar de un arte femenino y querer pensar solo en términos de arte? En Feminismo y arte latinoamericano la cuestión se apuntala a partir de una afirmación de Griselda Pollock en 1982, cuando señalaba que “la utopía sexual neutral fortalece la definición del varón como norma de la humanidad y hace de la mujer el otro en desventaja cuya libertad reside en convertirse en hombre”. Ocurre que los universales no existen o, mejor dicho, aquello que se propone como universal suele ser blanco, heterosexual y masculino; lo femenino, lo otro, amenaza ese orden con su sola presencia porque viene a reponer como fantasma esa otra parte de la historia y la experiencia que fue sistemáticamente excluida. 

CAP. 4. IMAGEN 2. CLEMENCIA LUCENA

El tema con el patriarcado es que no se puede tocar una parte sin que se tambalee toda la estantería: cuando las representaciones artísticas, como dice Giunta, desarticulan los estereotipos femeninos, también ponen en crisis los masculinos. No solo en cuanto a construcción de género sino al paradigma que atraviesa toda la tradición artística, el armado de una mirada, de criterios de calidad y valoración, figuras de artistas heroicos y dominantes como el maestro y el genio, y la lista sigue. Por eso la igualdad de representación es la parte más visible de un reclamo que en realidad es mucho más profundo, uno que Giunta y un grupo de colegas explicitaron bajo la forma de propuestas en el extenso documento de la Asamblea Permanente de Trabajadoras del Arte Nosotras Proponemos, conformada en noviembre del 2017. Además de la recuperación de artistas mujeres y de la articulación de ese conocimiento con luchas y reclamos concretos en el presente, lo más valioso de Feminismo y arte latinoamericano es hasta qué punto señala a una gran tarea que solo está en sus comienzos, y que tiene que ver con aprenderlo todo de nuevo: como dice Giunta, el feminismo es entre otras cosas una pedagogía, y de lo que se trata es de poner la historia del arte –y del resto de las disciplinas– patas para arriba, revisarlo todo y entender profundamente qué configuración distinta tendríamos del arte si cierta producción de mujeres no se hubiera excluido.