Dos décadas después del gol a Croacia, a Mauricio Pineda no le alcanzaría con llevar a toda la población del lugar que lo adoptó hace ya 10 años para llenar la mitad de las 55.000 butacas del estadio Nizhni Nóvgorod, ahí donde Lionel Messi y compañía jugaron contra el equipo de Ivan Rakitic y Luka Modric. Otra vez Argentina se cruzó con el seleccionado de la particular camiseta a cuadros rojos y blancos en un Mundial y nuevamente en la etapa de grupos, pero esta vez fue en Rusia y no en Francia. Lejos de quien se crió en un pueblo y luego de un largo recorrido decide regresar al pago chico, Pineda hizo el camino inverso: después de criarse en el barrio de San Cristóbal decidió instalarse en un ámbito con más verde naturaleza que gris cemento. Tras un temprano retiro del fútbol, a los 29 años, y una inversión en campos por consejo de su suegro, este porteño de nacimiento decidió acomodar su vida en Santo Tomé, localidad correntina de donde es oriunda Macarena, su esposa. Allí es uno más de los cerca de 25.000 habitantes del lugar

“Pasé de ser un jugador profesional a meterme en una actividad de la que no tenía ni idea. Yo nunca había visto una vaca más allá de una carnicería. Esta es otra vida para los chicos; juegan en la vereda y van solos a las casas de los amiguitos o al club. Yo lo había hecho toda mi vida y quiero lo mismo para ellos. En Buenos Aires es muy difícil y por eso viven encerrados con la Playstation. No tendremos los lujos de Buenos Aires, pero sí todo lo otro”, reflexiona desde la tranquilidad que lo rodea.

A los 42 años disfruta otra vez del juego que durante años fue su profesión. “Había perdido mi amor por el fútbol”, reconoce. Al retiro le habían seguido varios años sin tocar una pelota, hasta que se sumó al equipo de veteranos del Club Social de Santo Tomé. 

El gol de Dennis Bergkamp que marcó la eliminación de Argentina en 1998 vuelve como una imagen recurrente: “Había entrado 20 minutos antes (N. de R.: por Matías Almeyda) y lo vi de cerquita. Fue una gran desilusión”. Aquella Holanda marcó el final del sueño luego de un emotivo pero también desgastante choque contra Inglaterra. Aquella sinuosa ruta francesa que lo puso delante de dos potentes seleccionados de Europa se podría haber evitado si Argentina perdía ante Croacia. Pero fue el gol de Pineda en Burdeos el que marcó el destino. Los croatas fueron segundos y luego llegaron hasta las semifinales tras eliminar a Rumania, en octavos de final, y a una versión gastada de Alemania, en cuartos, con un contundente 3 a 0. “Si ves el camino que agarró Croacia y hasta dónde llegó sin jugar un gran fútbol, te planteás por qué no perdimos y listo. Pero no lo pensás en el momento. Lo vi en el básquet con España, que se dejó perder para evitar a los jugadores de la NBA, aunque en ese caso hay una gran diferencia con el resto. En un Mundial de fútbol no es así. Aparte, ¿cómo te vas a dejar perder? Sos Argentina”.

Lejos del gol que marcó el destino de aquella selección que dirigía Daniel Passarella, el día a día de Pineda se entrecruza con el de esos pibes carentes de recursos a orillas del río Uruguay, que oficia de límite con Brasil. Los niños y adolescentes de la Argentina que duele, esos a los que hay que ayudar para torcer una suerte que se presenta echada. “Hay padres que no están bien porque el hijo pasa hambre. Se angustian, salen a trabajar 20 horas por día para llevar la comida y por eso no están en la casa. Eso te va descarrilando. Entonces los chicos empiezan a tomar alcohol, fumar o a hacer cosas más graves a los 12 o 13 años. Después los ven y dicen ‘pero era un chico buenísimo’. Sí, un chico buenísimo, pero que directamente nunca tuvo la posibilidad”. La mirada sobre esa realidad que lo moviliza no termina ahí. “¿Sabés qué es lo más triste? Hay muchos que se dan cuenta de que nunca van a tener esa chance. No sólo en el fútbol. Hoy, un chico pobre de acá, por más que termine el secundario no se puede ir a cursar una carrera universitaria porque tiene que pagar el alquiler y mantenerse, aunque sea pública la facultad. Saben que a los 18 años terminan el secundario, se van a trabajar de albañil o repositores en una góndola y hasta ahí llegaron. Te parte el alma”, describe conmovido Pineda, que no se conforma con que a Luca y Malena, sus hijos, probablemente nunca les vaya a faltar nada de lo imprescindible. 

Sin embargo, el deseo de ayudar para quienes parecen sentenciados tengan una oportunidad en la vida lo puso en una encrucijada: “Quise transmitir mi experiencia profesional, pero ves que hay otras necesidades. Tenés que acompañar el entrenamiento con una fruta, una verdura, una pasta. Entonces pensé en hacer una escuelita con comedor y que después puedan probarse en clubes de Buenos Aires. ¿Pero cómo hacés para darle a un pibe primer y segundo plato, fruta, postre y cuando llega a la casa ve que el hermano no comió y tomó un mate cocido con un pedazo de pan? ¿Le das de comer a uno solo porque juega bien, que tenga la panza llena y el otro con ruido? Me gustaría que alguno tenga la posibilidad de ir a Buenos Aires, de probarse, pero si no se puede hacer algo serio y profesional con el chico que tenga condiciones, hay que ir por el lado recreativo”. 

Le preocupa la alimentación de los que lo rodean. Paradójicamente, es algo que desatendió en sus años de mayor exigencia en el profesionalismo. Una factura que llegó para ser pagada con lesiones y un saldo final de una carrera que terminó a los 29 años, luego de haber firmado en Colón y no poder jugar ni un minuto. “Debo haber sido el primer argentino al que atendió Giuliano Poser, el médico que le cambió la dieta a Messi. Era de Pordenone, un pueblito cerca de Udine, por eso venía una vez por mes y atendía a todo el plantel de Udinese. El que lo seguía, hacía la diferencia, te decía lo qué tenías que comer y lo que debías dejar, pero la verdad no le hice mucho caso, porque era joven y me quería dar gustos. En los entrenamientos y en los partidos, di todo, pero en el otro sentido no fui cien por ciento profesional. Disfruté mucho el fútbol adentro la cancha, pero también afuera. Se tienen 22, 25, 28 años una sola vez en la vida. Te podrán decir que te retirás a los 35 y ahí disfrutás, pero no es lo mismo. A esa edad, vas a un boliche y no es como a los 22, ya tenés hijos, estás casado. No me arrepiento. ¿Si lo volvería a hacer? Me imagino que sí, pero obviamente que pagué las consecuencias, las lesiones no vienen solas. A los 22 años pude hacerlo y llevar una vida desordenada, pero a los 29 se complicaba”, recuerda a la distancia el ex defensor surgido de Huracán. Y marca las diferencias con el profesionalismo extremo que se precisa hoy: “Antes había mil millones de permitidos, pero como casi todos los jugadores estaban en la misma, era más parejo. Ahora la mayoría se cuida. Yo jugué con Edmundo en el Nápoli y  tenía una cláusula para irse al carnaval. En febrero se fue en medio del campeonato, volvió destruido y nos fuimos al descenso. Hoy si un futbolista se come un huevo frito le sacan una foto, y si se lesionan a los tres meses se quejan porque comió eso. Tenés que ser muy fuerte mentalmente para ser un súper profesional, no es para cualquiera”, reconoce. También se detiene en el peso de la exposición y las privaciones de los que lo tienen todo: “Yo lo viví con Maradona en Boca, no podía salir de la habitación. Pensá que Messi, con 30 años y tres hijos, debe tener miedo a las amenazas y no puede salir a la calle”.

Su visión sobre las exigencias de la dedicación absoluta al fútbol y el acoso de los flashes le dan el pase para definir como aquel 26 de junio de 1998 en el estadio Parc Lescure. Esta vez no es de zurda y dentro del área, sino con una pregunta. La respuesta de los más chicos puede ser inmediata, pero a un adulto que sabe de responsabilidades lo obliga a parar y pensar. Mauricio Pineda la suelta ahí: “¿A vos te gustaría ser Messi?”.