En el año de su centenario, Mariano Mores habita la eternidad ganada con una obra de una belleza irrepetible. Sus canciones perduran en el imaginario como un desprendimiento del período más glorioso de la música popular argentina del siglo XX, el de los años ‘40 y ‘50. Como ocurre con las de Yupanqui o Troilo o, ya, Charly García, son creaciones que van del tarareo despreocupado al silbido como una manifestación del inconsciente colectivo. 

Mores fue el último mohicano de la edad de oro. Se nos metió en el siglo XXI como un artista medio a contramano, como perdido en los tiempos, como un personaje de Volver al futuro que va y viene del cuartito azul que le cantó Ignacio Corsini a la mesa de Mirtha Legrand, de la densidad de “Uno” a la densidad del haz de luz blanca iluminando la ausencia de su hijo Nito, para incorporarlo al show de boleadoras y teclados Yamaha. Tal vez no lo supimos mensurar a tiempo, distraídos en esas circunstancias banales, pero ese personaje insondable fue protagonista y testigo del furor de los bailes en los clubes, de la intensidad laboral anfetamínica de las orquestas, del fulgor de los binomios compositivos que con un nivel superlativo abastecieron la caldera voraz de ese trasatlántico imposible de hundir que es, hoy, aún, el tango. Un género del que alguien comentó, no sin elitismo: “Es una música tan fina y sofisticada que lo increíble es que haya sido, además, popular y masiva”. 

Si traspasada la era dorada Mores dejó corromper su peso específico, tal vez ensimismado en una idea de tango espectacular y fastuoso, fue porque estaba convencido que todo, finalmente, es familia, patria, tradición y entretenimiento. En ese mismo sentido, ya es un lugar común señalar el abismo entre el compositor extraordinario y el intérprete y director.

En ese abismo metió su cuña Diego Schissi, uno de los músicos más sólidos y originales de la actualidad. 

Schissi entró al tango por la puerta del jazz, y dejó esa puerta abierta para salir cuantas veces lo creyera necesario. Las noches al frente de su quinteto en el bunker de Virasoro –un pequeño club de jazz ubicado en la calle Guatemala– hacen evocar a las del Quinteto Real en El Club del Vino, en los ‘90: son ceremonias igual de exquisitas. Schissi mantiene una relación tensa con el género: cambia una letra y le pone “tongos”, se mete con la numerología onírica de la quiniela, hace covers de Spinetta y musicaliza cada uno de las palabras que componen la canción “Por” del disco Artaud… Hijo de Oscar Viale al fin, interviene los clises de la dramaturgia del tango. Schissi ha estado toda su vida evitando los estereotipos de la música popular, el abuso del sentimentalismo, los tics. Las herramientas fueron elementos de otras músicas, como la contemporánea; tal vez por eso, su quinteto queda más cerca de los Postangos de Gerardo Gandini que de Astor Piazzolla. En eso andaba, cuando Adrián Iaies –director de La Usina del Arte– le propuso versionar a Mariano Mores. Si no fuera porque es un notable productor y gestor musical, diríamos que la propuesta de Iaies tenía algo de maquiavélico. Era como una trampa; una puñalada al corazón de una estrategia. Cada uno en su nivel y tiempo, Mores y Schissi representan opuestos. El choque parecía inevitable. 

Tanguera es el registro en vivo de sus conciertos en La Usina. Por lo que se escucha, Schissi salió del laberinto-Iaies por arriba. Dejó imperturbable lo único que no se puede tocar de Mores: la melodía. Y realizó una operación artística fascinante. Entre muchas cosas, la música de Mores es para él Enrique Dumas cantando “El firulete” en Grandes Valores, “Luces de mi ciudad” dando cierre a Domingo para la juventud y, también, el “Gricel” de Spinetta-Páez. Alguna vez Schissi definió su plan estético con una frase: “Lo único que hago es entregarme a lo que no entiendo”. Se dejó invadir, perplejo, por esos recuerdos ambiguos, una memoria emotiva que fluyó por el melodismo genial de Mores. Eligió trece clásicos imbatibles (de “Taquito militar” y “Cristal” a “En esta tarde gris” y “Cafetín de Buenos Aires”), convocó a tres cantantes mujeres –Lidia Borda, y dos del palo folklórico como Nadia Larcher y Mica Vita– y en tiempo record concibió un disco bellísimo, sugerente, hecho de economía sonora y ostinatos (el tema “Tanguera” es ejemplar), con aire para los silencios, distinto a todo lo conocido. Un cruce de caminos entre la cancionística sin par proveniente de los años ‘40 y los estoicos intentos de los millenians del tango que –más allá de magníficas obras del Tape Rubín, de Acho Estol, de Yuri Venturín, de Agustín Guerrero, del propio Schissi y muchos más– parecen condenados a lo extemporáneo o a la ucronía.  Y en realidad la condena es injusta; son inocentes y en la misma acción imprescindibles: simplemente el tiempo no está de su lado.

En su diálogo de épocas y estilos, Tanguera es un disco extraordinario. Un ejercicio vampírico que, por caso, despoja la fanfarria fatua de “Luces de mi ciudad” para desnudar –con Schissi solo, al piano– una de las canciones argentinas más hermosas de todos los tiempos.