La condena por el asesinato de Diana Sacayán se produjo. Tendremos que esperar el texto definitivo de la sentencia para saber si aparece la palabra “travesticidio”. Para la comunidad trans y muchxs otrxs, la utilización de la palabra como concepto jurídico (y social) representa el primer acto simbólico de una reparación imposible.

En la era de las redes encontramos muchos debates al mismo tiempo. La esperanza en el uso del neologismo se da cuando se discute sobre lenguaje inclusivo, cuando un conjunto de expertos en morfología lingüística predican si agregar o no en los manuales usos y/o palabras nuevas, las cuales, sin embargo, ya forman parte de una paralela morfología profana de intensa eficacia comunicativa (fáctica, referencial, psíquica y emocional) entre sus usuarios. Y esto que sucede con el lenguaje en general, sucede también con el lenguaje jurídico. La economía lingüística -una práctica administradora de recursos aparentemente escasos- operaría así: ¿por qué no “incorporar” un sentido nuevo a las palabras que ya tenemos? ¿Para qué palabras nuevas? De seguir así, no habría lenguaje o entramado legal que aguante.

Las palabras nuevas no aparecen por casualidad. Tampoco algunas ingeniosas metáforas que fabrica la sabudiría popular. Si buscamos la comprensión, veremos que no es posible decir cualquier cosa en cualquier momento, descubriremos que esas palabras no son arbitrarias. Explicar el significado de una palabra, decía Peter Winch, es describir cómo se la usa, y esta descripción no es posible fuera de los intercambios sociales de los que forma parte. Solamente en este sentido podemos decir que el lenguaje “representa” algo que está afuera de él.

Muchas veces, si una metáfora o una palabra pugnan por estar en el lenguaje oficial es porque ya forman parte de una realidad “oficiosa” que, por compleja, dolorosa e inhumana, no se puede decir fácilmente. Entonces aparecen las expresiones nuevas, esas que generan dudas en lxs expertxs y hacen sentir a lxs usuarixs el peso de las cadenas del lenguaje oficial toda vez que quieren ponerlo a andar junto con sus dramas cotidianos.

En Muertes que importan, libro de Sandra Gayol y Gabriel Kessler, podemos ver ejemplos de este argumento aplicado a resonadas muertes violentas de la Argentina reciente. Por allí desfilan Osvaldo Sivak, María Soledad Morales, los tres jóvenes de Ingeniero Budge, las tres mujeres asesinadas en Cipolletti y el colimba Omar Carrasco, entre otros. Ante el misterio, lo macabro, lo siniestro, lo inexplicable aparecieron algunas metáforas, por ejemplo, “mano de obra desocupada” (Sivak), “gatillo fácil” (Budge), “hijos del poder” (María Soledad). De esta forma, toda una realidad oficiosa, toda una latencia social de amplio espectro que superaba ampliamente a los familiares de las víctimas, quedaba inscripta en el vocabulario público y político, representando un nuevo límite social ante lo ominoso. Complejidad y claridad, como si algunas palabras fueran linternas.

Llega ahora el turno de fijar en el orden de lo evidente la palabra “travesticidio”. Sí: de lo “evidente”, de lo claro y patente. Pierre Bourdieu decía que la firma es un designador rígido, que denota la constancia de alguien a lo largo del tiempo, una especie de “marca registrada”. Todos los crímenes como el de Diana (según la sentencia “delito de homicidio calificado por odio a la identidad de género”) llevan la firma transhistórica de la violencia machista y transfóbica. Y en el cuerpo de Diana y en el de miles de personas trans, vemos por medio de la multiplicidad lesiva (27 heridas, tengo entendido) esa firma multiplicada de forma paroxística.

Por eso, la muerte violenta puede ser considerada como un texto que deja ver, por un lado, el discurso inhumano del perpretrador, pero -si la vemos bien- también como otro texto que deja ver la lucha de familiares y activistas para estampar su firma sobre la firma y gritar “¡Nunca Más!”