En esos de los eternos viajes de tren que tuvimos a lo largo de todo el Mundial leí por ahí algo sobre el tiempo que me marcó. No recuerdo de dónde, ni de quién, pero si la frase exacta. “La civilización es la misma que inventó el reloj para medir un tiempo que nunca tiene para nada”. No hay estridencias. Tampoco elucubraciones. Solo un reflejo de una sociedad en la que nos sobran los minutos, pero nos falta tiempo para dedicarnos a ser felices. En lo personal me hago cargo. Y creo que todos debemos hacernos cargo porque siempre andamos, como buenos argentino, buscándole el defecto hasta a las cosas buenas que me pueden pasar.

Hace años que el 9 de julio dejó de ser el día de la Independencia. Ese que nos hacía disfrazar en el acto del colegio, para el que mamá compraba el rollo de fotos y sacaba 36 fotos de un acto que estaba sufriendo de la vergüenza. Pero no fue porque crecimos y dejamos de darle valor a la importancia de ser libres. Al contrario, hay que valorarlo todos los días un poco más. Pero hace cuatro años, en esa última mañana previa a la primera semifinal mundialista para los de nuestra generación la noticia no solo nos partió al medio, sino que además cambió para siempre mi percepción de esto de hacer periodismo. O mejor dicho de esto de vivir la vida.

En la madrugada paulista un accidente fatal, de unos delincuentes que escapan de la policía, hicieron que ese Topo que cambiaba a todas las personas que se cruzaban en su camino no esté más. Así nomás. De un día para el otro. Nada sería igual. Porque un día como hoy, pero hace cuatro años, no sabíamos si llorabámos de alegría por llegar a la primera final de un Mundial, luego de los penales ante Holanda, o porque el Topo no estaba más con nosotros. En ese momento no supimos distinguir un sentimiento del otro. Porque los dos eran tan fuertes que no estaba en condiciones de hacerlo. Hoy en Rusia, cuatro años después, en una San Petersburgo que nos tuvo ocho horas vagando de un lado a otro en busca de hospedaje por la cancelación de una reserva, tengo todo un poco más claro de los que nos pasó. Lloramos por todo. Mejor dicho lloramos por las dos. Y ahora que lo pienso está bien.

Porque el Topo era sinónimo de una sonrisa en la boca. Era buena onda. Y su tragedia hizo que muchos nos replanteemos muchas cosas. Hace cuatro años fuimos muy felices, y también estuvimos destrozados. En los dos bordes del sentimiento. Y en eso de que el tiempo es lo único que no vuelve no puedo realmente creer que hayan pasado cuatro años de ese 9 de julio. Hoy me escribió un amigo de Buenos Aires, de esos que está siempre pero que no parecen estar, y sin decirme nada previamente me puso “Javi: tenés que elegir estar bien, lo malo existe y existió siempre". Y yo pensé, como todos,  en el Topo. Porque pasaron cuatro años. Y todavía no nos dimos cuenta.