Hace unos años, cuando Ricardo decide meterse a editar sus diarios, sabía, creo, en qué clase de cueva se metía. Había vuelto de Princeton a instalarse en Buenos Aires, ahora definitivamente, y tenía enfrente esa parva monstruosa de cuadernos, escritos sin parar desde que tenía 14 años. Él se reía; decía que si no se hubiera enfermado jamás hubiera podido meterse con esa bestia. Se podría pensar al revés: que fue meterse con la bestia lo que lo enfermó. (Él se reía: decía que ahora, por fin, iba a poder hacer "por prescripción médica" lo único que había querido hacer: leer y escribir.) La bestia es: una vida, la propia vida, entera. ¿Qué hacer con ella? Si no fuera una decisión tan difícil, los escritores no la dejarían tan a menudo en manos de la posteridad, que es quien acostumbra administrar la brasa ardiente de las prosas llamadas íntimas. El gesto de Ricardo fue ejemplar (como solían ser sus gestos, al mismo tiempo radicales y antiespectaculares, atentos siempre a la singularidad de un estilo, una situación, un problema): arremetió con el material con la misma curiosidad, precisión, insolencia y capacidad de invención que lo llevaron a producir las ideas sobre la ficción literaria que más o menos todo el mundo --para honrarlo, saquearlo o contradecirlo, lo mismo da-- viene repitiendo desde hace por lo menos cuarenta años, acá y en el mundo de lengua española. Él, formado en Historia (un detalle que no ha recibido aún la atención que debería), tomó su propia historia como lo único que la historia debería ser (si no queremos odiarla, que nos aplaste o nos ignore): un misterio, un oleaje inestable donde hay que hacer equilibrio, un campo de posibilidades tan desafiante y vertiginoso como el aquí y el ahora. Ricardo no publicó sus diarios como un "documento", es decir: un monumento (ni siquiera como uno personal); los releyó y retrabajó; los recontextualizó, les implantó cosas extrañas, los cruzó con voces de otros lugares y otros tiempos. Como si todavía tuvieran cosas que decir, cosas que no habían dicho todavía, cosas que nunca habían soñado siquiera con decir. Si son un documento, los diarios de Piglia, el último libro que publicó, lo son no tanto de un pasado como de un presente, y de un instante especial, poderosísimo, de ese presente: el instante en que un tipo brillante, de una excentricidad secreta, que adoraba reírse y curiosear, decide --sin moverse, sin hacer otra cosa que leer y escribir-- que no hay, no puede haber nada menos completo, cerrado, entero, que la propia vida.