La potencia de una voz consiste en incomodar con el aguijón de una ironía incorrecta. Mirta Ovsejevich, que sonríe como una niña de 63 años que se acuerda de alguna travesura, escribió tres novelas y un libro de cuentos en tres años. Acaba de publicar dos novelas: Gstaad, 1996 y Quiero tener todas las noches esos sueños (Ediciones Deldragón). La grafomanía, la urgencia por ser leída, quizá sea el modo de recuperar el tiempo que cree que perdió y compartir con los otros su modo de mirar al sesgo, un desvío que produce perplejidad. “Tengo diez años. Mi dibujo preferido ahora es, en una hoja alargada de cartulina negra, la Vía Láctea. Yo lo llamo ‘el Universo’ y lo pienso así, con mayúscula. Hay varios planetas alineados a cuarenta y cinco grados. No sé cuántos. Solo sé que tienen distintos tamaños y que Plutón es el más chico. Sobre la Tierra pinto algo que parecen los continentes. El resto de los planetas, supongo, también tienen continentes, aunque con otras formas, así que les dibujo formas. Saturno va con un anillo alrededor (...)  Toda la idea del Universo me hace sentir una nada, más pequeña que una hormiga. Invisible. ¿A quién podría importarle la existencia de una hormiga casi invisible, y sus sentimientos de ser una hormiga casi invisible? Ni a mí. Ser hormiga no me da siquiera derecho a tener sentimientos”, afirma la narradora de Quiero tener todas las noches esos sueños, novela que trabaja fragmentariamente con materiales autobiográficos y que se inscribe, a la manera “ovsejeviana”, en lo que se denomina “autoficción”.

Quizá lo “ovsejeviano” sea la alquimia perfecta entre el desborde y la ironía con la que la escritora consigue poner patas arriba todo lo que toca. No hay drama ni tragedia porque el dolor, incluso el miedo a la muerte, es amortiguado por la risa. “Renuncio al estudio jurídico y termino la carrera porque sí, porque soy de las que terminan lo que empiezan –confiesa la narradora en un tramo que se corresponde con la biografía de Ovsejevich–. Ya sé que nunca voy a ser abogada, no tenía las ideas tan claras cuando empecé a estudiar. Tampoco había tantas carreras para elegir. Pensándolo bien, ni siquiera creo en la justicia”. La escritora se recibió de abogada y escribana en la Universidad de Buenos Aires para cumplir con el mandato familiar. Empezó a fumar a los 15 años y tuvo que dejar hace seis por complicaciones con su salud. “Fumé sin parar y me costó dejar porque me gusta el olor a pucho. Mi psicoanalista me mandó a un grupo de drogadictos. Yo era la única mujer entre diez pibes todos tatuados... Eso no funcionó. Un día me levanté en mi casa, di la primera pitada y tosí tanto que se me salían las costillas afuera y pensé: ‘Me parece que hoy no voy a poder fumar’. Y fue la primera vez que estuve todo un día entero sin fumar. A los seis días sin fumar, me dijeron: ¿por qué no probás con chicles de nicotina? Pasaron seis años y sigo con los chicles de nicotina”, resume la escritora el derrotero de su adicción.

En Solo pido que sea presentable, su primera novela, publicada en 2015, Mónica lleva ocho años divorciada y está a punto de cumplir 50. Como para sus padres resulta imperioso que consiga un novio de la colectividad judía, la protagonista de la novela pone manos a la obra y empieza a buscar al candidato que deberían aprobar sus mayores. En Gstaad, 1996 narra las peripecias de un joven de unos 20 años que necesita conocer a su padre. El año pasado publicó los cuentos Matar a los testigos y ahora está escribiendo otra novela y un libro de cuentos. “Muchos escritores dicen que hasta que no saben el final no pueden empezar a escribir. Yo no tengo la menor idea de qué puede pasar cuando escribo”, reconoce.

–¿Por qué en Quiero tener todas las noches esos sueños usa el presente para narrar?

–Me gustó que pareciera como un testimonio, empezando por una nena chiquita, por más que se filtraran pensamientos de adultos. Hago taller con Ariel Bermani y Ariel me preguntó: “¿Por qué no escribís fragmentos de las historias que te acuerdes de tu vida?”. Escribir cosas íntimas en una novela que no tenga nada que ver conmigo tiene más carnadura, otra intensidad. Yo tenía cosas para contar, y mil cosas inventadas que les pasaron a amigas o que yo me imaginé podrían haber pasado. De los cuatro hijos de la novela tengo dos. Mi papá estuvo hipocondríaco y muy depresivo. Esos veinte años fueron entre mis 25 y mis 45. Mi vieja, de 87, está medio depresiva. Yo también soy depresiva.

–¿Cómo hace para disimular?

–Porque estoy tomando una medicación (risas)… Tuve ataques de pánicos, estuve ocho años sin salir de mi casa, literal.

–¿Cuándo empezó a escribir?

–Empecé a escribir cuando me encontré con una pareja de amigos hace unos años. El escribía guiones, ella era productora de televisión. Estudié guión y aprendí mucho con Roque Larraquy. Después saqué el segundo premio de un concurso con el guión Bonita, me pagaron los derechos de la película, pero no se filmó. Cuando vi que no podía pagarme mi propia película pero sí la edición de un libro, empecé a escribir lo que yo quería. Pregunté en varias editoriales si leían; algunas me contestaron que no. Las que leían me decían que podían publicar las novelas para 2020. ¿Cómo hago para explicar que no puedo esperar? Que estoy gestionando un trasplante de pulmón, que me puedo morir...

–¿De dónde le viene la ironía que aparece en lo que escribe?

–Me volví irónica y mordaz con el tiempo; me sale naturalmente.  No la pasé bien en la infancia, mi papá era muy severo y nervioso, tenía terror de que me pasara algo. Me hace bien juntarme con gente joven. Con la gente de mi edad no quiero saber nada. Los hombres que me tocan por edad son viejos que se quedan dormidos hablando.... Yo no quiero un viejo que se cae a pedazos.