“Hay que separar al artista de su obra”, suele decirse, a pesar de que el Autor, una figura que se conjuga siempre en masculino, funciona como una especie de Dios que da sentido a ese mundo que crea. Pero lo dijo Hannah Gadsby hace poco en Nanette, que nos sigue dando letra: “Ah, ¿sí? Traten de vender un Picasso sin firma entonces”. Bien entrado el siglo XXI la figura de autor, al margen de que sea una construcción útil o no para comprender cabalmente una obra, es un bien que circula a toda velocidad y se consume ávidamente. Desde su primera película, Lucrecia Martel fue una autora y, aunque la observación pueda tener su cuota de frivolidad, lo atestiguaron tanto la mirada personalísima plasmada en su obra como sus anteojos ojo de gato, que fueron cambiando con los años hasta llegar a la versión que más recuerda a Victoria Ocampo. La preparación de Zama exacerbó esa rara cualidad que Martel ya tenía, apta para la devoción, y esa película no solo llevó años de elaboración lenta y pausada, a contrapelo de la imposición de producir más y estrenar más seguido, sino que vino acompañada de un libro y un documental que registraron el rodaje. El libro es El mono en el remolino, de Selva Almada, y el documental llamado Años luz –o  retrato documental, como se lo presenta con justeza– es una película de Manuel Abramovich cuyo valor es, a priori, ofrecer un acercamiento lo más íntimo posible a ese rodaje que nació casi mítico.

La palabra “retrato” le calza perfecto a Años luz: buena parte del tiempo solo el perfil de Martel, sola o rodeada de su equipo técnico, es protagonista de escenas que la muestran mirando y dirigiendo con una intensidad y una concentración infinitas. A veces está tan cerca que el vello traslúcido de las mejillas se vuelve casi palpable; otras se la ve moverse de un lado a otro para ajustar un detalle, mover una mata de pasto que debe estar exactamente en un punto, componer fondo, decorado, actores y actrices como si estuviera a punto de pintarlos más que filmarlos. Martel se muestra y se sustrae a la vez, o mejor dicho, se entrega a ser mirada pero con la cautela de un animal salvaje. Hay un coqueteo al respecto: Abramovich incluye, en varios puntos de la película, el intercambio de mails que tuvo lugar entre él y la directora antes, durante y después de la realización de Años luz. A través de esos mensajes puede verse que la condición innegociable para permitir la presencia intrusiva de Abramovich en el rodaje de Zama era que pasara completamente desapercibido y solo tomara una semana. Como todos los genios, Martel debe hacer creer que no quiere mostrarse, pero hay algo que finalmente le gusta de la película de Abramovich. 

Probablemente lo mismo que nos gusta a nosotrxs espectadorxs: más allá del despliegue alrededor de Zama, de la abundancia de prensa y entrevistas en las que Martel se explayó sobre temas diversos y sus fans tomaron y promocionaron como palabra santa, del halo de prestigio que rodea a todo lo que lleve su firma y que Zama multiplicó por mil, en Años luz hay una directora entregada a su trabajo, laboriosamente. Lo interesante de la película es cómo disuelve, en la imagen de esta mujer que mira, indica, corrige, se enoja y controla hasta el último detalle, la idea de genialidad como iluminación o arrebato, o incluso de excepcionalidad. Martel no es una rara avis en el rodaje, con auriculares o un handy en la mano, ni podría serlo porque además hay algo de la sobreabundancia técnica en la realización de cualquier película que remite demasiado al trabajo. Pero justamente por eso -y los momentos de Años luz en los que alguien del equipo técnico entra en escena son casi irreales- esa realidad aumentada de Zama, casi fabulosa, en contraste con lo terrenal de su realización, se luce más, en ese lugar indescriptible a mitad de camino entre el cálculo y el milagro.