Cuando hacía mi posgrado en Yale, un profesor de Historia me preguntó de qué se trataba mi tesis.

–Fashion –respondí, porque hablábamos en inglés. 

Visiblemente interesado en el tema, el profesor quiso saber si me había enfocado en Italia o en Alemania. Yo me quedé perpleja unos instantes, mientras asociaba automáticamente Italia con Armani, hasta que de repente entendí lo que había ocurrido.

–No fascismo –aclaré–, Fashion, moda. Como la moda de París.

–Oh –atinó a decir él.

Tras un prolongado silencio, sin agregar una sola palabra más, el profesor me dio la espalda y se alejó.

Esta mala palabra aún conserva el poder de reducir a muchos académicos a un embarazoso e indignado silencio. Algunos de los que abordé mientras preparaba el presente artículo me pidieron que no los nombrara, o incluso se negaron a tocar el tema; los que accedieron a hablar explicaron que a muchos de sus colegas les parecía “bochornoso pensar en la moda”. Una de las personas con las que conversé, en el ámbito de la docencia universitaria, explicó así la “negación” de la moda entre los profesores. “Dicen que no les importa la moda, pero tal vez lo hagan porque no tienen suficiente conciencia de su aspecto como para vislumbrar un estilo propio. La mayoría de los académicos carece de estilo”.

No creo equivocarme si digo que los académicos estadounidenses son la franja ocupacional de clase media peor vestida del país. Pero vestirse, se visten. Por eso emprendí la tarea de averiguar cómo eligen su atuendo los profesores universitarios (la ropa no aparece en el ropero por generación espontánea), que piensan sobre la moda (aunque aleguen que no piensan en esas cosas) y... en fin, por qué tienden a vestirse tan mal.

ANUNCIO PUBLICITARIO DE LA FRAGANCIA POUR HOMME DE YVES SAINT LAURENT, 1971

La semiótica del jean

A principios de los años sesenta, cuando desaparecieron los códigos de vestimenta de las escuelas secundarias estadounidenses,

también emergió un nuevo estilo académico entre los profesores universitarios. Tal como lo expresa la historiadora del arte Anita Brookner, “todos los grados de jerarquía quedan obliterados en el afán de adquirir la apariencia más joven y despreocupada posible”. De hecho, lejos de querer verse como profesionales, o siquiera como adultos que trabajan, los profesores “están vestidos para retozar”.

Aquí la prenda clave es el jean. ¿O acaso hay una mejor manera de expresar solidaridad con los jóvenes que vestirse como ellos? Y los jeans ofrecen la ventaja adicional de haber pertenecido (en una época anterior) al proletariado. Aun cuando el profesor sea el integrante más viejo, más poderoso y con menos onda de la clase, el hecho de vestirse en disidencia con el orden establecido lo define como un espíritu libre, opuesto a las nocivas distinciones jerárquicas entre maestro y discípulo.

Los jeans también tienden a ser ajustados. “Para decirlo sin sutilezas, se viste como si insinuara que está dispuesto a acostarse con sus estudiantes”, escribió Jacob Epstein, profesor de inglés en la Universidad del Noroeste (Illinois) y autor del artículo “Reflexiones de un académico dandy”, de 1985. Ya entrados en años pero rodeados de jóvenes, muchos docentes universitarios sucumbieron a algo así como una atrofia evolutiva en cuestiones de vestimenta. Pero es probable que la novelista Angela Carter haya acertado al sugerir que “los jeans perdieron su frescura chic cuando la generación del 68 los llevó a la sala de profesores”. Ahora son un signo de madurez mal llevada. Y según relata una profesora de California, los alumnos dicen que los profesores son “demasiado viejos” para usar jean.

El pulóver, solo o bajo el saco también es una prenda frecuente entre los académicos de sexo masculino. Hay pulóveres bellísimos, desde luego, pero los que abundan en los círculos académicos, casi invariablemente, representan lo que un profesor describió con pesar como una de las tantas “oportunidades perdidas” en materia de estética. Tal como deplora una académica, la mayoría de los profesores usan pulóveres demasiado grandes deformes, de colores sosos y materiales baratos.   

Por qué la gente odia la moda

Tal vez “odia” sea una palabra excesiva, pero al menos mucha gente la desprecia y la denuncia. La oposición a la moda ya lleva varios siglos y aun goza de excelente salud, sobre todo en Inglaterra y en los estados Unidos, donde abunda la gente que reacciona con diversos grados de hostilidad hacia la sola idea de la moda. Sin embargo, en países más afines al rubro hay una ambivalencia de fondo, expresada a la perfección en el anuncio publicitario de Moschino que combina la imagen de una mujer hermosa pero vampírica con el slogan “Paren el sistema de la moda”.

La moda es opresiva, en especial para las mujeres. En el discurso cotidiano son frecuentes las referencias a la moda como tirana, así como a los modistos se los tilda de dictadores. A la inversa, los obedientes son ridiculizados como “esclavos de la moda”, o bien, en la terminología actual, como fashion victims o “víctimas de la moda”. En el siglo XIX, los reformistas de la vestimenta tildaban a la moda de “monstruo” y “demonio” empeñado en la “subyugación” y la “degradación” de la humanidad, en especial de las mujeres, que se sometían “con gemidos de dolor al azote caprichoso de la moda”. Aunque el vocabulario ha cambiado, las ideas subyacentes son bastante similares. 

“Una saga de flaquezas y vanidades humanas salió a la luz ayer en las galerías del Fashion Institute of Technology, cuando se abrieron las puertas de una gran exposición, The undercover story”, informó la periodista de modas Bernardine Morris (1982). La muestra “revela sin ambages hasta dónde fueron capaces de llegar las mujeres del pasado para distorsionar voluntariamente su cuerpo en nombre de la moda”.

Nótese que la autora dice que las mujeres del pasado eran víctimas de la moda, dando a entender que las mujeres modernas jamás cometerían semejante insensatez. Es una práctica común del periodismo criticar ciertas modas (como el corsé) que oportunamente ya pasaron de moda. Sin embargo, la prensa estadounidense también suele describir los zapatos de taco alto como instrumentos de tortura que causan los más diversos problemas de salud, desde callos y juanetes hasta desviaciones de columna. Entonces ¿por qué las mujeres persisten en usarlos?

   La moda es una forma irracional de fetichismo femenino. Algunos caracterizan a la moda tirana como una divinidad femenina, y se pregunta, por ende, si las mujeres son sus víctimas o sus devotas. “La moda es la diosa de la mujer, porque es como la mujer”, declaró un escritor victoriano: Varium et mutabile semper femina (la mujer es siempre variable y cambiante). Esta imagen de la diosa voluble desplaza sutilmente el énfasis desde la metáfora del poder hacia la aun más problemática cuestión de la irracionalidad. La moda se relaciona a menudo con las “insensateces”, término que abarca tanto el absurdo como la estupidez.

“La moda y la idiotez son eternas gemelas”, declaró otro autor victoriano. La vestimenta lisa y llana puede ser necesaria por razones de protección y decencia, pero las modas extravagantes, absurdas o caprichosamente cambiantes carecen de toda utilidad. Los cambios de la moda suelen parecer misteriosos o arbitrarios e insensatos... excepto como parte de una conspiración para que la gente se vea obligada a comprar ropa nueva.

La moda es la hija dilecta del capitalismo. Tal como observó alguna vez Kennedy Fraser en The New Yorker, la moda no solo es calificada de opresiva e irracional sino “además condenada por estar a merced del comercio más corrupto”. De hecho, la exhortación irónica de Moschino a acabar con el “sistema de la moda” supone la destrucción revolucionaria de una corporación mundial. La explotación de los obreros que trabajan en la industria de la indumentaria es un tema recurrente en la literatura del comunismo. Como dice Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra es “curioso que justamente la producción de artículos para el adorno de las damas burguesas acarree las consecuencias más tristes para la salud de los obreros”. Cabe presumir que el sufrimiento de los obreros sería menos injustificable si se los empleara en una labor más productiva para la sociedad que la fabricación de chucherías inútiles. Pero el sistema de la moda también victimiza en potencia a los burgueses, que sucumben a la coerción de comprar ropa nueva antes de que se haya gastado la vieja. ¿Por qué están dispuestos a dilapidar su capital en nombre de la moda?

La moda se asocia con los pecados de la lujuria y la soberbia. La historia demuestra que la moda ya era objeto de oprobio mucho antes del surgimiento del capitalismo, cuando los hombres eran al menos tan coquetos y extravagantes para vestirse como las mujeres. De acuerdo con el Génesis, el origen de la vestimenta es el pecado. Y tal como explicó san Agustín, una vez que Adán y Eva experimentaron la lujuria (o al menos Adán lo hizo; San Agustín no estaba seguro respecto de Eva), sintieron vergüenza. Y aunque la ropa pasó a ser un mal necesario tras la caída de la humanidad, el vestido y el adorno podían muy bien tornarse voluptuosos y seductores. El profeta Isaías advirtió que el Señor dejaría sin “ornatos” a las hijas de Sion para castigarlas por su altivez y su desvergüenza. Tertuliano también sostenía que las mujeres debían contentarse con “la seda de la honradez, el lino fino de la santidad, el púrpura de la castidad”.

La moda es una incitación a la inmoralidad. “Por el pecado se inventó el vestido, y ahora el vestido incita a pecar a las almas más débiles y vanas entre las mujeres” declaró Lucy Hopper en su artículo de 1874, “Fig Leaves and French Dresses”. El vínculo entre la moda y la prostitución era un vínculo frecuente entre ciertos nacionalistas farisaicos que culpaban de las tentaciones a los países extranjeros. Los estadounidenses alegaban que las malignas modas venían “¡de la París licenciosa y la Francia infiel! ¡Donde la mujer abandona su elevada posición de virtud y moralidad para caer en el vicio y la impureza, para someterse a las bajas pasiones y a los abyectos deseos de los cofrades en las artes del infierno!”. Las hijas de “ancestros puritanos” no debían emular a la “clase cortesana que viste a la moda en la escandalosa ciudad de París”. Entretanto en Francia, los tratados decimonónicos sobre la confesión subrayaban que la vestimenta femenina era una fuente de constantes peligros: los sacerdotes podían tolerar a las mujeres que se limitaban a seguir la moda para complacer al marido, pero a las que inventaban nuevas modas eróticas o se vestían para seducir era preciso advertirles que eran culpables de pecado mortal. En 1954, el Papa Pio XII instruyó a los obispos católicos para que actuaran contra la indecencia en el vestir, alertándolos en especial sobre los “efectos espiritualmente perniciosos” de las modas veraniegas.

La moda es un despilfarro de tiempo y dinero. El cuáquero William Penn tildó el “adorno excesivo” de “insensatez dispendiosa” e instruyó así a sus seguidores: “Es suficiente con que estén abrigados y limpios, pues más que eso solo logra despojar al pobre y complacer al displicente”. El advenimiento de la ética laboral moderna (“el tiempo es dinero”) también condujo a denigrar frivolidades tales como la moda.

El tiempo y el dinero debían emplearse en proyectos más dignos que el adorno propio, a menudo visto como el epítome de la actividad más atrozmente “inútil” que la mente pudiera concebir. La mayor utilidad de la indumentaria masculina básica (moderna, simple, funcional) se ha citado con frecuencia como argumento contra la moda.  Tal vez haya unos pocos “‘jóvenes de sociedad’ con mente superficial” que siguen cada viraje de la moda, declaró el escritor Henry Finck, pero la mayoría de los hombres “se ríen de las personas tontas que aceptan sin chistar” todos y cada uno de los estilos pergeñados por sastres codiciosos. A medida que más mujeres se convertían en miembros instruidos de la fuerza de trabajo, ellas, también, desestimaban cada vez más como tontos y superficiales a los seguidores de la moda.

La moda es incómoda, insalubre y fomenta perniciosas distinciones jerárquicas. Las consecuencias sociales negativas de la moda se perciben vastas. El grueso de la crítica se enfoca en la inconveniencia y la incomodidad de la indumentaria femenina, pero siempre hay unos cuantos hombres que se quejan de artículos tales como la corbata. También las modas masculinas se han asociado a riesgos para la salud. Por ejemplo, se dice que los calzoncillos y los pantalones ajustados reducen la cantidad y la vitalidad del esperma; y los hombres, tal como las mujeres, pueden caerse cuando caminan con zapatos de plataforma o ahorcarse sin querer con una chalina larga.

Muchos hombres de izquierda han denostado el traje empresarial (tan alabado por las feministas) como chaleco de fuerza que consolida el sistema de clases. “La moda suele despertar suspicacias porque marca diferencias de rango”, observa la periodista Christa Worthington, “sobre todo en los estados Unidos, donde no podemos admitir la existencia de clases”. En cuanto a los países del tercer mundo, los cañones a veces apuntan contra el traje empresarial, acusado de uniforme neocolonialista, pero es mucho mayor la hostilidad contra las modas femeninas.

La moda promueve el “mito de la belleza”. Los supuestos efectos psicológicos son aun más nocivos que el dolor físico. “La moda puede ser muy estresante para quienes tienen el cuerpo imperfecto” agrega Worthington. Creyendo (con o sin razón) que no darán la talla, esas personas odian las modas que no les sientan bien y envidian a quienes pueden usarlas.

Hoy hay mucha gente convencida de que la moda fomenta la anorexia entre las jóvenes porque promueve imágenes de modelos delgadas con ropas exiguas. Esto en realidad es tan lógico como decir que la música country causa adulterio y alcoholismo. Sin embargo, es casi un artículo de fe para –tal vez– la mayoría de las mujeres estadounidenses. A medida que la obesidad se generaliza en el mundo industrializado, especialmente en los estados Unidos, es probable que escalen estas quejas sobre la moda, en vistas de que muchas mujeres la relacionan con problemas de imagen física.

La moda es innatural y artificial. La ideología utilitarista tiende a imponerse cada vez más en los debates contemporáneos sobre la moda. Sin embargo, esta ideología es muy debatible, porque, desde luego, la moda, el placer, la belleza y el arte son en esencia inútiles. Tal como señala Elizabeth Wilson en su brillante libro Adorned in Dreams, “la tesis dice que la moda es opresiva; la antítesis, que nos da placer”. La miríada de críticas a la moda se apuntala en el supuesto generalizado según el cual “la ropa solo se justifica por su función: la utilidad”, que a su vez conduce al debate sobre lo que es o no natural. Pero la ropa “nunca es funcional en primer lugar” –argumenta Wilson– ni los seres humanos “son naturales”.

Vivimos en culturas socialmente construidas, y es precisamente la artificialidad y la falta de propósito lo que confiere valor a la moda como vehículo estético para la fantasía.

CUBIERTA DE LA REVISTA OUT, 1998

Botas perversas y catsuits

La liberación sexual de los años sesenta y setenta detonó una reevaluación de las desviaciones sexuales. La mojigatería cayó en desgracia como un desafortunado producto histórico de “la tradición religiosa judeo-cristiana” y el ascenso de la burguesía capitalista. El “tabú del cuerpo” –decía el nuevo discurso– estaba “desmoronándose bajo la reafirmación de la sexualidad humana y la negación de la culpa sexual” (Friedrichs). Con el creciente privilegio de la rebeldía y el placer, aparejado a la correspondiente crítica de las restricciones impuestas por la civilización, se volvió posible reconocer en público el atractivo seductor de la sexualidad “perversa”.

La primera moda fetiche que obtuvo aceptación popular fue la así llamada kinky boot (bota perversa) antes asociada a las prostitutas, en especial a las dominatrices. “¿Moda o fetiche?” preguntaron los editores de la revista High Heels. Las botas de cuero con tacos altos venían con caña hasta la rodilla o hasta el muslo, y en muchos casos se abrían y cerraban íntegramente con botones o cordones. Un lector de Bizarre Life envió dos fotos de la modelo inglesa Jean Shrimpton, con la siguiente nota: “Creo que los lectores van a alucinar con solo ver estas botas. Cada vez que miro las botas kinky me corre un escalofrío por la columna vertebral, y debo admitir que el pelo largo y espléndido de jean también es muy excitante”.

La serie de televisión Los vengadores ejerció una particular influencia en la popularización de la moda fetiche. Diana Rigg interpretaba a Emma Peel, una mujer poderosa y sexy cuyo catsuit de cuero se inspiró lisa y llanamente en la “alta costura” fetiche de John Sutcliffe, el diseñador de Atomage. La primera versión del traje que lucía Emma Peel era una reproducción aun más fiel del prototipo Atomage, pero a los productores televisivos les pareció que el fetichismo era demasiado explícito y, en consecuencia, la máscara entera con capucha quedó descartada.

En 1990 revivió el interés por el estilo de Emma Peel, en coincidencia con una moda retro de los sesenta que incluía los catsuits. Esta vez la prensa de moda la reivindicó como una heroína feminista y la comparó con Gatúbela, otra hembra feroz de la cultura popular. La imagen de una mujer que es fuerte y sexy a la vez ejerce un obvio atractivo en muchas mujeres (tal como en los hombres). Cualquiera sea el significado que se adjudique al estilo, no es algo que pueda interpretarse como una simple imposición de los diseñadores varones.