Magalí Ojeda se defendió con uñas y dientes de los que la sometieron para violarla y después matarla. La señalización corporal de la defensa no es una metáfora: las lesiones en el labio y los restos de piel humana entre las yemas de sus dedos fueron los confines de su resistencia en un descampado de Coronda. El cuerpo de Wanda Abigail Navarro tenía la ropa interior desgarrada, cada centímetro de su rostro cortado y los puños apretados. Quienes la dejaron tirada en el maizal de una estancia en Jesús María antes le marcaron el cuello para estrangularla y le rompieron el cráneo. Los perros de Gendarmería encontraron útiles que quedaron esparcidos en el camino a la escuela y a la vista de cualquiera. Otro perro y su dueño habían descubierto a Magalí en el barro donde la asfixiaron y a las cosas de su mochila desparramadas con desprecio. Ni siquiera tocaron los pocos billetes que tenía encima. A diferencia de Melina Romero, Angeles Rawson, Candela Sol Rodríguez o Daiana García, no las metieron en bolsas y las tiraron en basurales. Wanda y Magalí empezaron a desintegrarse a la luz del día y a la intemperie, para sumarle impunidad a la violencia desatada. El canibalismo prescindió de tomar recaudos y borrar huellas en una naturalización pornográfica del descarte de mujeres. Sin embargo esta vez no operó el miedo a ser descubierto sino la furia a ser resistido por la insumisión de dos pendejas que se rebelaron a forcejeos y trompadas. Ambas defendieron el pellejo como punto de partida y no del final que quisieron imponerles. Les respondieron a sus atacantes hermanadas en una supervivencia que cada 3 de junio clama por hambre de autonomía. Y ellos las mataron por odio, por desprecio pero sobre todas las cosas porque les tuvieron miedo. En Jesús María una multitud pidió justicia y también propuso un desafío en manada: “Hagamos que la tierra tiemble”. ¿Para quiénes? Para los que les hunden la cara en el lodo o les parten la cabeza a las niñas que no pueden callar ni invisibilizar. A sus 15 años, Wanda se autopercibía indomesticable y segura. “A mi niña no la agarró uno solo sino dos o tres, porque ella tenía una fuerza…   Iba a boxeo también”, relata Stella, su madre. Rubén, el padre de Magalí, de 16, arma redes solidarias. “La verdad, estoy descolocado, pero les pido que la gente colabore y no tenga miedo de decir las cosas. Así como le pasó a mi hija le puede pasar a otra.” En Santa Fe, 2017 fue el año de mayor registro femicida de la última década, con 38 casos. Desde 2008 hasta esa fecha se contabilizaron 219 muertes de mujeres por la violencia machista. Sólo la Fiscalía de Violencia de Género de Rosario recibe entre 50 y 60 denuncias diarias y el Registro Unico de Violencias hacia las Mujeres (Ruvim) detectó el año pasado cinco mil casos en toda la provincia.

En Córdoba hubo 94 asesinatos cometidos por hombres por razones asociadas al género entre 2013 y 2017, según informe del Centro de Estudios y Proyectos Judiciales del Tribunal Superior de Justicia (TSJ). En el 46 por ciento de los casos se utilizaron armas blancas, en el 32 por ciento armas de fuego y el 22 por ciento restante fueron asesinadxs a golpes o estranguladxs. “Otra muerte que nos duele y nos enoja. Estamos cansadas de no poder salir a la calle sin saber si volvemos con vida. Por Wanda y por todas las que nos faltan seguiremos pidiendo justicia porque no queremos seguir llorando a nuestras hermanas”, posteó el colectivo NiUnaMenos de esa provincia. Una multitud se movilizó el martes por Magalí. El “Hagamos que la tierra tiemble” volvió a aparecer grafiteado en verde sobre el NiUnaMenos magenta de la bandera que encabezaba la marcha. A la par, Rubén Ojeda sostenía el cartel “Justicia por mi hija. Ellos caminan tranquilos. ¿A mi hija quién me la devuelve?”. 

El acto reflejo de la construcción mediática pretendió hacer de Wanda la “buena víctima”, un espejo roto frente al deceso trágico de la “mala víctima”, es decir Magalí. Si la primera había sido vulnerada a la luz del día y halló la muerte camino al territorio insospechado de la escuela, sobre la segunda volvieron a preguntar –como sucedió con Melina Romero y Luna Ortiz– qué hacía una adolescente de gira nocturna entre Gálvez y Coronda junto a diferentes sujetos. “Ejercería la prostitución”, terminó escupiendo un diario en ese potencial que gramaticaliza y traduce las inacabables líneas del disciplinamiento patriarcal. Habría que empezar a preguntarse en cambio por qué el poder manifiesto y tangible de la resistencia que opusieron Wanda y Magalí sobre la escena de sometimiento que plantaron sus agresores no entra en las cuentas de ningún andamiaje machista. Los relatos siempre narran con detalle morboso “el accionar” de abusadores y femicidas. Nadie da cuenta de las batallas que oponen las mujeres. Quedar fuera de pelea no significa fragilidad y miedo. Si hoy hay tipos presos y otros prófugos en ambos casos es porque sólo ellas impidieron que se privaticen las emboscadas. 

Los asesinos de Wanda y Magalí supusieron que abusándolas y torturándolas podían clandestinizarlas, pudrirlas hasta que se convirtieran también en tierra y yuyos. Pero las chicas, esas hermanas, no resignaron la violentación de sus cuerpos aun cuando en esa insumisión les fue la vida. Antes despedazaron el ritual machista en su derecho de pernada para imponer una soberanía propia de autodefensa feminista contra las violencias cómplices. Y para que en ese eco profundo de sororidad alerta y movilizada, otrxs levanten el legado furioso de estas compañeras resistentes. No lograron hacerlas basura. No pudieron borrar sus ausencias. Porque ahora que sí nos ven, aun en este contexto de exclusión, retroceso y desigualdad, es nuestro cuerpo, nuestra decisión.