Se dice que fue Charlotte Brontë la primera en cometer la osadía de proponer una heroína fea en Jane Eyre, a la que por supuesto imaginamos dotada de una belleza no convencional antes que inmirable. Pero muchos años antes, en 1813, Jane Austen había sentado las bases para un personaje así con Elizabeth Bennet, que era “la segunda en belleza” de las cinco hermanas Bennet y se destacaba más por su inteligencia, ingenio y cultura que por su cara. La comedia romántica, y especialmente la de amores adolescentes en el secundario, explotó hasta el cansancio esta idea de chicas “lindas pero no tanto”, o más en general, chicas que no encajaban del todo en el molde de bella, popular y exitosa que el mundito del secundario parece imponer a fuerza de crueldad y en el que realmente nadie encaja, por eso es tan fácil identificarse con este tipo de protagonistas. Hasta el momento hubo variaciones de clase social y patrones de belleza en las heroínas del colegio (allá en los ochenta Molly Ringwald encarnó a la chica pobre en Se busca novio, por ejemplo) pero ahora, de la mano de Netflix y sus algoritmos, llegó el momento de ampliar ese abanico: las nuevas comedias románticas adolescentes son todas iguales pero van cambiando de protagonistas, de la chica bajita y tímida a la asiática y nerd a la gorda y pelirroja que toca en la banda del colegio.

Primero fue El stand de los besos, y pronto la siguieron A todos los chicos de los que me enamoré y Sierra Burgess es una perdedora. En El stand de los besos, Elle Evans (Joey King) era linda sin darse cuenta, un poco varonera, y para terminar de despegarse de la niñez le faltaba el empujón de las provocaciones del chico fachero pero sobrador, una especie de James Dean sin rebeldía pero con cara de rebelde. En A todos los chicos de los que me enamoré (basada en la novela del mismo nombre), Lara Jean Covey (Lana Condor) es hija de un papá estadounidense y una mamá coreana que murió. En la novela, la herencia coreana aparece como un tema pero la película trata a Lara Jean como a una norteamericana más y en todo caso lo que la diferencia de sus compañerxs del colegio es lo nerd antes que lo racial. Como cualquier adolescente de clase media acomodada, a Lara Jean le gustó un chico detrás del otro y con uno de ellos, Peter (Noah Centineo) arma un noviazgo ficticio para que cada uno pueda poner celosx a otra persona. El mismo actor es el foco romántico de Sierra Burgess es una perdedora, donde Sierra (Shannon Purser, ex Stranger Things) una chica gorda que parece cómoda con su cuerpo y supuestamente arrastra una inseguridad “natural”, empieza a chatear por whatsapp con el chico que le gusta porque él la confunde con Verónica (Kristine Froseth), la porrista más linda de la escuela.

Los fantasmas de las películas adolescentes de los ochenta están por todas partes y son convocados abundantemente: Molly Ringwald interpretaba a la madre de los varones en El stand de los besos, Leah Thompson a la de Sierra Burgess es una perdedora y el padre de Sierra es Alan Ruck, de Experto en diversión. Pero si los padres de películas como las de John Hughes se olvidaban del cumpleaños de la hija o no juntaban coraje para ir a buscar trabajo, para no hablar de los de El club de los cinco, que les dejaban a los hijos un legado de violencia, fracaso, presiones y en todo caso modelos a evitar, los nuevos padres de Netflix son bienintencionados y dan consejos. El mundo del secundario con sus jerarquías y divisiones crueles, por su parte, no es más que una superficie detrás de la cual todos son más o menos humanos y comprensivos. Y las películas son vestidos prefabricados que cualquier chica se puede poner, no importa su tamaño o apariencia física: hay talles para todxs. Algunas de estas comedias son mejores y otras peores, pero en todo caso tratan al cine como una cantera de la cual extraer y pegar, con mayor o menor fortuna, fragmentos vaciados de sentido, y a las diferencias como rasgos secundarios que a nadie perturbarán en el camino a la felicidad, que cada unx debe permitirse a sí mismx.