“Solo quería explicarte que esto no se parece en lo más mínimo a lo que nosotras nos habíamos imaginado. ¿Qué nos hizo suponer que la casa estaría llena de frisos y recovecos, y el jardín surcado por senderos amarillentos? Supongo que asociamos a los Wilcox con los hoteles de lujo: la señora Wilcox deambulando por largos pasillos, con hermosos vestidos, y el señor Wilcox retando a la servidumbre. Así somos de injustas las mujeres”. La carta que Helen Schlegel escribe a su hermana Margaret en el comienzo de Howards End, la célebre novela de E.M. Forster, devela algunos de los prejuicios que definen a los personajes de esa Inglaterra eduardiana en pleno despegue del siglo XX. Howards End, además del título de la novela, es la mansión de los Wilcox, una familia de burgueses acaudalados que las hermanas Schlegel conocen en unas vacaciones en Alemania y que luego Helen visita con refulgente devoción y anhelo de descubrimiento. 

Pieza ejemplar en el retrato de la rígida estructura de clases de la imperial Gran Bretaña, y aguda mirada sobre las tensiones entre el liberalismo económico y el conservadurismo social, la novela de Forster había tenido una merecida adaptación cinematográfica de la mano de James Ivory a comienzos de los 90: La mansión Howard. Nada hacía creer que una nueva mirada pudiera ofrecer un renovado punto de vista, una renacida vitalidad, una imperiosa actualización. Sin embargo, la miniserie de cuatro episodios estrenada el año pasado en Starz y hoy disponible en Amazon Prime Video se sacude cualquier peso nostálgico o mandato reverencial y ofrece una versión llena de vida y riesgo, con personajes que se mueven en un mundo de contornos y realidades materiales, cuyas discusiones dan peso y energía a sus argumentos, en un mundo que trasciende con una energía admirable tanto los interiores en las casas de Londres como los vibrantes exteriores de la bucólica campiña inglesa. Kenneth Lonergan  y Hettie Macdonald son los responsables de ese logro; Lonergan, quien deslumbró hace un poco más de un año con Manchester junto al mar, concibe un guion de una notable profundidad, capaz de contener los dilemas en los gestos y las reflexiones en los silencios, y Macdonald dirige con una sabiduría intuitiva los encuadres más naturales que se puedan haber visto, en los que personajes y objetos interactúan con fuerza inusitada, dando presencia a un mundo cuyas verdaderas dimensiones parecían inabarcables. 

El núcleo de la novela de Forster es el encuentro entre tres familias, ecos de sus respectivas clases sociales y manifestaciones de un tiempo signado por la inminencia de la Gran Guerra: la primera, y más atractiva, está integrada por Margaret, Helen y el joven Tibby Schlegel, todos de origen alemán por parte de padre, defensores del humanismo , ellas partidarias del voto femenino, amantes de la música y la literatura, Margaret más reflexiva y pragmática, Helen más vivaz e impulsiva; la segunda es la integrada por los Wilcox, representantes de la clase industrial capitalista, cuya figura visible es Henry, el padre, centro del ideario liberal y de rigidez clasista de comienzos del siglo XX; y, por último, están el trabajador de cuello blanco Leonard Bast y su esposa negra, quienes concentran las ambiciones de ascenso social y aspiraciones culturales de la nuevas clases populares. Lonergan y Macdonald delinean esos universos con notable precisión, haciendo que las disquisiciones filosóficas de las hermanas, la empatía repentina entre Helen y Leonard, o los intercambios airados entre Henry Wilcox y Margaret resuenen con cercana familiaridad, instalando el interrogante sobre la real posibilidad de amistades o amores, de entrega o confidencia, entre quienes tienen vidas tan distintas. 

Al parecer, Lonergan –estadounidense y sin haber filmado nunca una película de época– no era la opción más evidente para adaptar una novela inglesa de 1910. Collin Callender, uno de los productores de la serie, señaló en una entrevista con The New York Times por qué lo eligieron: “Estábamos convencidos de que el ingenio, el ritmo y la energía de su escritura daría vida a las ideas y personajes del libro, y le hablaría directamente al público contemporáneo. Ken concibe a los personajes femeninos de manera maravillosa, y los dos personajes centrales de esta adaptación de Howards End no son Margaret y el señor Wilcox sino Margaret y Helen”. Acá hay uno de los puntos claves del trabajo de Lonergan que diferencia esta versión de la de Ivory. Menos centrada en la dinámica entre Margaret y Henry Wilcox, Lonergan abre el juego a la interacción entre las dos hermanas, a las contradicciones de Helen cuando se fascina con la familia y el ambiente embriagador de la mansión campestre (“Wilcox dice las cosas más horribles sobre el sufragio femenino de la manera más encantadora”), a las solventes reflexiones de Margaret (“No intento corregirlo, o reformarlo. Solo establecer una conexión”, dice sobre Henry), y a la condición de mujeres que anteceden a las de su época sin nunca dejar de estar en su tiempo, que en sus encendidas discusiones ponen de manifiesto un pensamiento lúdico y seductor, lleno de matices y de ideas. 

Quizás ese sea el ímpetu que lleva a algunas relecturas contemporáneas de novelas que habían sido llevadas a la pantalla en su momento. Es el caso de Picnic en Hanging Rock de la australiana Joan Lindsay, filmada en los 70 por Peter Weir y hoy convertida también en miniserie (que esperamos que Amazon estrene pronto) con una impronta que enriquece los personajes femeninos y los saca de ese enigma etéreo y evanescente que había ofrecido Weir, para darles una carnadura vital y contradictoria, perenne en sus oscuras profundidades. En Howards End, Hattie Macdonald cuenta que ella no quería que su cámara retrocediera frente a la admiración por los carruajes, los vestuarios y la reconstrucción de época. “El guion de Lonergan estaba tan interesado en los personajes que me impulsó a reimaginar la historia”, señaló también a The New York Times. Y cuenta para ello con actores extraordinarios como Matthew Macfadyen (al que todavía recordamos de Orgullo y prejuicio), Tracey Ullman, Julia Ormond, y al joven Alex Lawther (que se luce en The End of the F***ing World). Pero el alma de la serie está en el contrapunto que ofrecen Hayley Atwell y Philippa Coulthard como Margaret y Helen, capaces de captar aquella modernidad temprana de los albores del siglo, de dar a su razonamiento una fuerza nunca nacida de la letra sino de la expresión, y de entender que sus mujeres son las feroces habitantes de esa inagotable encrucijada entre el pensamiento independiente y las presiones de toda una era.