Más que la de un cantor, la muerte de Horacio Molina es la muerte de una estirpe. Un linaje urbano constituido de elegancia y discreción. En su temperamento artístico convivían la tradición –Gardel–, el pulso de sus contemporáneos –la bossa nova– y gestos de una extraordinaria clarividencia, como haber descubierto en tiempo real el genio extraño de Eduardo Mateo. Sabía catar la buena música y esa sabiduría entre rea y aristocrática provenía de una curiosidad vasta, que le permitía disfrutar de Händel, de Raúl Berón y del electro–folk de su hija. “Juana canta precioso. Yo no sé por qué no saca más la voz. Siempre se lo digo. Pero como corresponde, no me da pelota”, decía.

Cantaba con una entonación de chansonnier antiguo un poco a la manera de Henri Salvador, el guayanés francés que tatuó el estilo interpretativo de João Gilberto. Lo unía al bahiano un ascetismo incorruptible, un rigor que a veces mutaba en mal humor. Horacio Molina desplegaba en templos como Clásica y Moderna ceremonias artísticas en la que el aleteo de una mariposa –un tenedor apoyándose en la loza de un plato– podía desatar una fugaz pero profunda incomodidad, como si el cantor fuera un tenista a punto de sacar. En esas noches hablaba y recordaba su infancia en Almagro, la pasión por San Lorenzo, las orquestas… en fin, se dejaba atrapar por una nostalgia nunca exagerada, más bien asordinada y sobria como su estilo. Y cantaba: con esa voz que, sí, venía de otros tiempos. Manejaba una economía tan exacta, tan fuera de cualquier estridencia, que hacía comprender –si eso fuera posible– por qué fue exonerado del mundo del tango de los años ‘60, una época dominada por voces caudalosas y prepotentes. Para bajarle el precio repetían: “Molina es un cantante de boleros”. El se reía amargamente de esa curiosa acusación: “A veces sufro más la omisión que la agresión: me ignoran, me segregan”, decía.

Tenía algo de paria musical, de juglar solitario, pero asimismo cultivaba la buena amistad en un medio tan vanidoso como el artístico. Tal vez como una forma de proyección, adoraba a esos espíritus frágiles que solo tienen el talento como cobijo de la intemperie emocional. Fueron los casos de Sergio Mihanovich y de Mercedes Sosa. Cuando Molina anduvo a los tumbos por Francia, Mercedes le dio asilo en su departamento parisino. Les gustaba invitar gente y terminar las veladas cantando temas de Carlos Gardel.

Le hice muchas notas, en gráfica y en radio. Una vez lo convoqué para un especial sobre Carlos Gardel para la televisión, y después fuimos a su departamento de Belgrano, un piso alto, en Roosevelt y Cuba. Nos quedamos horas conversando. Siempre hablábamos de lo mismo. Gardel era el punto de partida de un raid fantástico que pasaba por Ella Fitzgerald, Elvira Ríos, João Gilberto, Charlo, Angel Vargas, Luis Cardei, Pedro Vargas. Ahora pienso que nunca hablamos de Leonard Cohen: los siento cercanos. Creo que le hubieran gustado varios textos del canadiense, como aquel que dice: “Si uno va a expresar la gran e inevitable caída que nos espera a todos, tiene que ser hecho dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza”. 

En un momento se habló del paso del tiempo y comenté que mi padre estaba a punto de cumplir 80 años y que había sido él quien me legó el berretín del tango, en especial de Aníbal Troilo y sus cantores. “¿Qué le vas a regalar?”, me preguntó de golpe. Le dije que no tenía la menor idea, y  cambiamos de tema: nos pusimos a debatir qué lugar hubiese tenido Cardei en la década del ‘40.

No sé cómo memorizó la fecha, pero poco antes del cumpleaños su manager se comunicó conmigo porque Horacio me quería hablar. Lo llamé y me dijo: “Tengo el regalo para tu viejo”. Y así fue: un domingo soleado de mayo de 2013 apareció en Florida con su guitarra y su timidez de dandy a cuestas. Mi padre no lo podía creer. Se mezcló entre tías y otros pocos parientes, picó algo, conversó serenamente y con una amabilidad seca consensuó un play list junto al homenajeado de cuatro tangos. A mi padre se lo veía feliz de hablar de igual a igual con Horacio Molina.

–Es su cumpleaños Raúl, usted elija.

–¿”Tal vez será su voz”?

–Cómo no…

–¿”Carrousell”? –se envalentonó mi padre.

–Hermoso valsesito. ¡Qué bien lo hacía el Polaco! Ese paso Raúl.

Al final cantó “Tal vez será su voz”, “Fruta amarga”, “Nada” y un cuarto que no recuerdo. Fue ovacionado en ese living. Todo era dulce, otoñal. Se quedó un rato más, me pidió que llamara a un remise, saludó, recibió más aplausos y lo acompañé hasta la puerta. Mientras atravesábamos el jardincito le agradecí, le repetí que era muy grande. “Rajá –dijo a la antigua–. Me voy a dormir la siesta”. Llegó el auto, subió, bajó la ventanilla, guiñó el ojo y con esa sonrisa de labios finitos me dijo: “Me debés una”. 

Fue la última vez que lo vi. Lo busqué, quería hacerle una entrevista de homenaje. Sabía que sería una de las últimas. Pero me dijeron que andaba guardado, que no tenía ganas de ver a nadie. Ahora escribo y pongo sus discos. Maravillosos: los gardelianos “Barrio reo” y “Alfredo Le Pera”, el que hizo con Juanjo Domínguez y, sobre todo, “Mil recuerdos”. 

“Mil recuerdos” agrupa temas de su período parisino, con arreglos de Christian Chevallier, más otros hechos en Buenos Aires con arreglos de Sergio Mihanovich y de Leo Sujatovich. Hay mucho Mateo, y piezas compuestas por Mihanovich y por el propio Molina. Siempre escondió la faceta compositiva, otra arista de su auto exigencia feroz. Escucho su tema “Resucitarme”: “Y cuando parece que caemos sin remedio/ en laberintos prisioneros de misterio/ vas a ver que sin pensar la vida vuelve”.

¿La vida vuelve? No. Su voz, es cierto, se escucha invicta desde los discos. Pero Horacio Molina murió a los 83 como él quería, durmiendo. Murió y con él, una estirpe. Escribo con la ilusión de estar pagando vana, tardíamente, algo de aquel gesto extraordinario de mayo del 2013 en Florida.