Ricardo Piglia pareció no adecuarse al requerimiento de exclusividad de la literatura argentina, de acuerdo con el cual el relato, la crítica y la teoría se excluyen mutuamente, ni respetar las sumisiones pactadas acerca de lo significativo y lo banal, lo obvio y lo obtuso. Que Piglia exigiera y ejerciera esos magisterios y potestades sin la mayoría de los amuletos –Francfurt, el psicoanálisis, Foucault, la sociología– provocaba, menos que rechazo, una muy atenta falta de atención, excepto en aquellos que asistían a sus seminarios en la UBA y en lectores independientes y fieles al estilo pigliano. En términos de competencia y prédica de la libertad, el único par/antagonista parecía ser Héctor Libertella. Discutieron honrosamente acerca de las tradiciones de escritores y lectores discernibles (en unas jornadas que editorial Sudamericana organizó en Pinamar, no me acuerdo ya en qué año).
No siempre fue así, claro. Crecí mientras la influencia de Ricardo como lector de literatura extranjera prevalecía. El efecto de que la mayoría de las novelas de un determinado periodo –-de 1984 a 1992, digamos–- suene a traducciones malogradas de Thomas Bernhard se debe, indudablemente, a la prédica de Piglia. Por su parte, Piglia permaneció ajeno a su propio influjo y escribió, después de Respiración artificial, su obra más importante.
Son libros en los que la sobriedad verbal puede pasar por falta de estilo, pero que revelan todo lo contrario: la constitución visible del estilo por astringencia, fervor secreto, habilidad disimulada, perseverancia. Nada menos esquemático que revisar la literatura argentina de esos años de acuerdo con esta iluminación sostenida. Prisión perpetua detecta una rara situación/sustitución biográfico/literaria, que expone la permanencia (disfrazada de perpetuidad) en estado extremo de suspensión narrativa. La ciudad ausente avanza sin explicaciones sobre los tópicos de una combinatoria mental que explora in nuce la indeterminación del comienzo –y por lo tanto, los grados de inicio y pertenencia de la novela argentina–: Macedonio como precursor y las maquinarias que una revisión de esta índole pone en marcha casi indolentemente simultáneas. Sin embargo, los sobreentendidos se silenciaron sin pesquisa, como si un abandono incluso de lo imprescindible signara qué pasos y qué senderos debieran seguirse o no seguirse y todo se olvidara allí. La ópera de Gandini proporcionaba direcciones y territorios nuevos y distintos, pero las compuertas de la época parecieron cerrarse para que nada ni nadie más se inmiscuyeran. Plata quemada redondea el tema como si fuera la novela de otro –ese anhelo latente en todo escritor verdadero–; pareció así cumplir un requisito inherente de la literatura local, pero despertó una especie de furia imperdonable ante el objeto elegido. Será, como en el poema de Elizabeth Bishop, que solo lo que se pierde es perdonado. Mi favorita, Blanco nocturno, reposa y se balancea en las notas al pie (¿notas de pasaje?), que infunden al lector, gracias al bello misterio de su encadenamiento (digresivo a falta del término adecuado), el continuo que pauta la ilusión de “ficción suprema” –la oscuridad un camino, la luz un lugar– de la lectura. En El camino de Ida, el misterio está roto; nos es dado seguir avanzando o perdiendo el tiempo gracias a cierta esquiva, selectiva disparidad. Los diarios de Emilio Renzi, finalmente, confirman este destino literario tan decisivo, como si compartiéramos el patio de un colegio o un presidio subalterno en el que las voces del pasado siguieran resonando porque transmiten una clave, un secreto o el proyecto de una dicha aledaña.
En ocasiones, la velocidad de respuesta en los reportajes de Ricardo nos emociona y sobresalta: cuando admite que su relación con la plata es falsa; cuando admite que el problema insalvable de los escritores de acá es el reconocimiento. ¿Qué podría garantizar la autenticidad de esa relación si una conducta irrefrenable del azar nos traiciona de inmediato? ¿Qué nos da credenciales, pareceremos seguir preguntándonos? ¿Qué mérito o qué premio, qué audiencia o qué academia?
Es como si Piglia no tuviera en ningún caso que buscar sus argumentos, como si los encontrara al pasar como consecuencia de ese destino/carácter literario. De la confianza en la función narrativa dependen las palabras, que esquivan con muy buena fe cualquier extrañamiento lírico. Al revés de Saer, de Osvaldo Lamborghini e incluso de Fogwill, a quienes acompaña cierta cadencia poética, Piglia, como Aira, no escribió (o por lo menos nunca publicó) poesía, un rasgo de la rara modernidad de la narrativa a partir de los 70/80. Antes (Borges/Cortázar), era necesario que el narrador fuera, o jugara a ser, poeta.
Sin ningún tipo de obligaciones, el escritor recibe y devuelve, hasta cierto punto, una cantidad de cuestiones y problemas que parecen insolubles y hace algo con ellos. Borges y Cortázar habían ampliado y enriquecido (hasta empobrecerlo convenientemente) el género cuento. Uno, conduciéndolo hasta esa bóveda más resonante que Cuddon llama “ficción”, y el otro reinventando la comodidad proporcional del “relato”. Piglia recela desde el comienzo del “cuento”. Por provenir de la historia, que asume o desdeña su mayúscula según la ocasión, Piglia desconfía del “cuento” como imposición y requisito “argentino”. Lo revela sucintamente su primer libro impreso acá, La invasión (1967). Después, en lugar de entregarse, como un inspector obligatorio, al caso, lo ignora. (Formas breves es, acaso, un subrayado en el estilo de discontinuidad no enfática que solían adoptar sus convicciones.) No absorbe del género su integridad contundente, su refilón, su redondeo: los burla con genio, nos convida con las esquirlas humeantes, con las ascuas del engaño. Alinea de manera distinta los fragmentos, los agrupa como nadie –-Blanco nocturno–-, cimentando a la vez los contrastes y las simetrías. Procede como un artista que nunca se confiesa, que afianza así sin imponérselo el valor adhesivo de ocultarlo.
Cuando yo era joven, nos reunió la editorial (Sudamericana). Ricardo vino para dirigir la colección Sol negro, y nos volvimos a encontrar (como lo mitológico, la primera vez que nos encontramos no sé cuándo fue... ¿para leer la contratapa de En el corazón de junio, del flaco Gusmán en el Petit Colón o en La ópera? Se usaba decir entonces, por Osvaldo Lamborghini, “publicar primero y escribir después”. Hasta un solista de la patria, muy pagado de sí mismo y colmado de sentido común y socarronería, pero sobre todo asustado de que los escritores que veníamos después le pudiéramos sacar el cargo (la sucesión en sí, el vértigo central del miedo), se lo tomó muy en serio. Hizo su descargo. Eran malos tiempos y no le salió muy bien; eran los tiempos de Menem: el buchoneo, un deporte obligatorio, de cámara. Ricardo, a quien Osvaldo Lamborghini no le caía precisamente simpático (aunque era fanático de Leónidas), me dijo: “Es lo que se ha venido haciendo acá desde hace mucho. Yo mismo sirvo de ejemplo. A vos te puede ir mejor que a otros, porque, como no publicás nada tuyo, parece que escribieras mucho”.
Así, interrumpidamente, como se merece y sueña, la amistad siguió. Cada vez que volvía de Estados Unidos, me regalaba libros. En alguna oportunidad el libro fue What was Literature?, del crítico norteamericano Leslie Fiedler. En el más famoso, Love & Death in American Literature, para seguir la huella de Philip Rahv, Fiedler clasifica a los escritores norteamericanos (de Fenimore Cooper y Washington Irving, pasando una temporada en La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe), de pieles rojas y carapálidas. El mismo Fiedler había sido criado por indios Pies Negros y tenía un humor infrecuente y avispado, que comparten Vonnegut y David Rattray (y, en algún verso feliz, Robert Creeley), criados quién sabe por qué tribu. Gracias a Ricardo y a Fiedler, supe dónde tenía que poner al narrador en una novela en la que ganaron los indios. Hace unos años, Ricardo fue el primero en elogiar otra, a la que tuvieron la impiedad de dejarle solo el cuero cabelludo desollado, Peripecias del no. Lo hizo como nadie, sin ninguna reserva, sin regateos, sin ninguna carraspera adicional. Llamé, cuando estuvo acá, para agradecerle (o nos encontramos en la Feria del libro, fue el año en que la inauguró, y, como si fuera poco, y como si los elogios, en esta llanura de los chismes, abundaran), me pidió que no me olvidara de que él había sido el primero.
En una competencia en que premios y reconocimientos –abusos de cualquier índole– oscilan entre la sobrevaloración y el ninguneo absolutos, Piglia tiene el valor de compulsarlos como si no importaran. Un escritor primero que sabe que es el último lector, resulta lo contrario de lo que suele heredarse. Y es casi la mejor fortuna que pueda concedérsenos, si tenemos en cuenta que las condiciones ordinales pertenecen a otro juego, excepto en una consideración introspectiva, personal, tal vez menos ligada a la justicia que a la memoria. En ella prevalecen ciertos presagios y privilegios genéricos de los que Ricardo Piglia gozará, como que un escritor a ciencia cierta no se fabrica ni se miente. Por eso se ha convertido también en el último lector, claro. Y, como si pudiera olvidarse, riesgo menor en esta realidad de escarabajos y de trenes, sigue siendo el primero.