Según se formula en el primer poema de El cuerpo en la batalla, el nuevo libro de Fernanda Nicolini (Buenos Aires, 1973), la voz debe permanecer insomne para registrar aquello que existe. “Cómo se construye una vida/ no es una pregunta/ es un estado de vigilia”, se lee. Del mundo social, definido por las luchas políticas, al espacio íntimo, en el que también puede asomar la incertidumbre, los poemas se aferran a nombres propios que pueden ser transitorios (un atributo de los nombres de guerra en tiempos de guerra), a las voces de los testigos y a las distorsiones que la historia, incluso la historia de una vida, reclama. “Cómo se construye una vida no es una pregunta/ es un estado en el que las dimensiones/se comprimen y el tiempo no es más/ que un modo de ordenar la distorsión”. En los poemas de Nicolini, periodista, poeta y narradora, resplandece el reverso de esas dimensiones.  

La primera sección del libro se puede leer como la contracara de su tarea como cronista (junto con Alicia Betrami) de la tragedia de la familia de Héctor Oesterheld. Episodios de la guerrilla filtrados por el recuerdo de vecinos y colectiveros, noticias de los diarios, el relato materno tejido sobre las ausencias, la violencia y la búsqueda como dínamos de los poemas dan a “Nombre de guerra” un tono reflexivo y casi mitológico. “Esa parte coincide con la escritura de la biografía de los Oesterheld. De algún modo, los poemas funcionan como el lado B del libro, como la materia residual hecha de dudas, preguntas con respuestas imposibles, hiatos, frustraciones y cierto vértigo frente a la tarea de reconstruir la vida de Oesterheld y sus cuatro hijas desaparecidas que no conocí sino a través de fotos, que nunca oí sino a través de los relatos de otros”, cuenta Nicolini. 

Después de esa sección se empieza a desplegar una historia personal con un denominador común que no es la voz sino el cuerpo de la poeta. Músculos, comidas, pantallas, puñados de poemas, la vida en pareja, agua caliente y copas de vino son figuras físicas de un recorrido que, a fuerza de voluntad, lo convierte en cuerpo gestante. El deseo de ser madre se sostiene con el apoyo de amigas (“las mujeres primitivas de la cueva”), dosis diarias de hormonas, la asistencia de expertos y los rezos de los que no tienen ninguna religión. Estas plegarias aparecen como estribillos a lo largo del libro: “es ahí es ahí”, “el lavarropas no arranca”, “soy una yonqui del amor”. Si bien la imagen del nacimiento está ausente de la batalla, en la escritura se alumbra como el proceso de una victoria onírica: “Me disuelvo/ estoy disuelta/ soy la que se mezcla con la leche y el sueño”. 

Como en varias obras recientes de poetas y narradoras argentinas, la maternidad se representa como escenario último donde nuevos y viejos sacerdotes vigilan el cuerpo de las mujeres. Hay una jerga, un repertorio de drogas, un listado de recomendaciones, un ejército de especialistas. Las peleas se entrenan ahora en espacios impensados años atrás. “Entre esos cuerpos de mujeres atravesadas por la urgencia de la vida militante hace cuarenta años y el mío, sometido al saber de la medicina para concretar una suerte de militancia privada, lo que subyace es el signo de estos tiempos: en la batalla, nuestros cuerpos siempre están en primera fila”, dice Nicolini. 

“Lo que pudo el cuerpo/ ya no lo puede el corazón, el alma”. ¿Qué pudo el cuerpo, además de dar a luz a un hijo? Es posible escribir para “despistar la costumbre de los cuerpos”, con perspectivas recién nacidas, que intentan abrir en la intemperie del mundo un refugio donde recuperar la fuerza. De lo contrario, ¿para qué combatir? Así responde el poema: “Si nos oyen diremos/ que estamos dando la batalla por el sentido”.