¿En qué casos usar la “e”? ¿En qué casos usar la “x”? ¿De qué da cuenta el uso del “lenguaje inclusivo”? ¿Da cuenta del tipo de auditorio que estoy suponiendo o de las presencias de los cuerpos que están efectivamente allí presentes? ¿Cuál es el sentido de desmontar el binarismo de género cuando entre el auditorio no hay personas trans o género fluido? ¿Es solo para quedarme tranquila con mi conciencia bienpensante tolerante de la diversidad? ¿O nos vamos a hacer cargo del efecto del nombrar que ejercemos como sujetxs que tomamos la palabra? ¿Contemplaremos cómo quieren ser nombradas las personas que tenemos delante?

Esto de sacudir el lenguaje sexista y arrebatarle la posibilidad de nombrar en términos universales suma años. Allá por los 90, la amplia difusión de las tecnologías de la información e Internet nos presentó una nueva grafía: el arroba, que integra en un recurso gráfico las formas masculina y femenina. Así se inauguró una de las estrategias, pero no la única. Hoy la vemos aparecer en un puñado de mensajes y correos, con un claro corte generacional y cierto tinte demodé. Mientras, en las redes abundan las “x” y la “e”. Unos años antes, en los 70, en el movimiento feminista circulaba que aquello que no se nombra no existe, tensionando la necesidad de nombrar lo femenino y a las mujeres.

Más adelante, tanto desde el activismo intersex como el trans pincharon el uso del @ –y el de la barra– por mantener el binarismo de género y sostener los esencialismos biológicos, lo cual no contempla estas existencias. Corrían los años 2000. Así, el * (asterisco) fue promovido por el activismo de las personas trans e intersex. En la escena local esa irrupción está estrechamente vinculada a Mauro Cabral, activista intersex, de la organización GATE.

Criar la lengua del desacato, siguiendo a la maestra valeria flores, implica fugarse de las normas establecidas, de un lenguaje que nos ha violentado sistemáticamente en su vocación totalizadora y universalizante. En ese sentido no deberíamos pretender normalizarlo, docilizarlo. Mauro Cabral en un poema publicado en “Interdicciones” donde abogaba por el uso del asterisco terminaba diciendo: 

“El asterisco no se impone./De todas las cosas,/Esa./Esa es la que más nos gusta.”

Cabe preguntarnos ¿en qué medida el uso compulsivo de la “e” no vuelve a estabilizar algo que viene siendo sacudido? El modo progresivo en que la “e” se instituye, en algunas aulas  en ocasiones es incómodo y en otras es, bien al contrario, lo “esperable”.

El aula: lugar para la inestabilidad

Entrar al aula y preguntarle a lxs estudiantes cómo quieren ser nombradxs. Preguntar por el marcador de género, concretamente: pronombres. ¿Con qué pronombres se identifican las personas que integran el alumnado de ese lugar, en ese momento? Así, cada unx de lxs estudiantes se nombra, y en ese gesto nos corremos de posiciones autoritarias en tanto docentes para que la afirmación esté en manos de ellxs. De Dean Spade, activista trans estadounidense, tomo esta propuesta y otra más: no pasar lista ni leer la lista en voz alta hasta que lxs estudiantes se nombren. Algunxs elegirán sobrenombres, otrxs quizás no quieran usar el nombre que consta en sus DNI, por obsoleto para sus vidas. El gesto fértil radica en poner a lx docente en posición de escucha, oír lo que la otra personas tiene para decir de sí y salirnos de los supuestos universales de un lenguaje sexista, androcéntrico y heteronormado.

Esta propuesta puede ser desestabilizante no sólo en términos de la performatividad del lenguaje sino también del vínculo político-pedagógico tradicional que habita en las aulas, donde se supone una relación de poder en la cual docentes ocupamos un lugar jerárquico, vertical, apoyado -entre otras cosas- en la distancia afectiva -y artificial- que postuló la pedagogía moderna. Distancia que se apoya en el trato desde los apellidos, marcando una impersonalidad y un supuesto de universalidad de los cuerpos que habitan las escuelas, sean lxs docentes o lxs estudiantes. En ese sentido, esta práctica en la cual lxs estudiantes se nombran nos posiciona en un lugar de escucha de la otredad. Nos corremos del lugar de nombrar solo por ocupar ese rol jerárquico. Habilitamos la posibilidad de construir otros vínculos políticos-pedagógicos. Al atender cómo se auto-perciban estamos desmantelando la lengua del mandato, así como interrumpiendo e interviniendo la gramática escolar que conocemos. Desmontar el lenguaje del mandato implica muchos otros ejercicios e intervenciones. Ésta es apenas una propuesta de trabajo en el aula, pero hay mucho más para desarmar.