–¿A quién buscas? –le preguntó Gabriel cuando le abrió la puerta. 

–Soy Jonathan –dijo él–, el hijo de Renata.

–Pero mira, no te había reconocido. Qué grande estás, ya casi tienes mi altura. Pasa, pasa. Te demoraste, estaba por llamarte otra vez.

Jonathan sacó de su mochila un paquete envuelto en papel madera y se lo dio a Gabriel. En el recibidor había un espejo con marco dorado y varias esculturas de mármol. A través de una arcada rectangular, Jonathan podía ver parte de la sala principal, desde la que llegaban voces.

–A ver qué tan bueno es lo que traes. –Gabriel abrió el paquete, hundió un dedo en el polvo y se lo llevó a la boca, una, dos veces–. ¿Tuviste problemas para encontrar la casa?

–No, enseguida di con la calle.

–Como tardabas, llegué a pensar que te había detenido la policía.

–¿Ahora vive acá?

–Ya quisiera yo, una casa así en la colonia Condesa. No, es de unos amigos, estaban en medio de una fiesta y se quedaron sin talco. Me llamaron y yo sin un gramo, ¿puedes creer? Estos días hay mucha demanda. Por eso estaba un poco nervioso cuando te llamé, disculpa si en algún momento te grité. Es que le había dicho a tu madre que en cuanto llegara de Perú me llamara. Oye, ¿y cómo está tu mamá de la gripa?

–¿Mi mamá? –dijo Jonathan, distraído.

–¿Era gripa lo que tenía?

–Sí, ahí quedó en el hotel.

–Conociendo a Renata, debe sentirse muy mal para no venir ella. Me la saludas de mi parte, dile que después me llame para arreglar las cuentas. Bueno pero ven, pasa. A menos que tengas que ir a cuidar a tu mamá.

–No, es mejor que la deje descansar.

–Entonces pasa, tómate algo. Te ves terrible, muchacho.

–Señoras y señores, ha llegado nuestro héroe con las vitaminas –dijo alguien cuando Jonathan entró en la sala. Él no pudo ver quién fue, estaba algo aturdido, esa casa, esa gente extraña, el Rivotril. Hasta aplausos, hubo.

Lo que tenía frente a él no era su idea de una fiesta. Había no más de seis o siete personas en un salón en el que su casa de Arequipa podía entrar fácil dos veces. Tres sofás formaban una U en el centro de la sala alrededor de unos almohadones. Los sofás eran muy distintos entre sí, como si cada invitado hubiera llevado uno de su propia casa. Jonathan se sentó en uno de ellos, el único que no estaba ocupado.

–¿Qué tomas? –le preguntó Gabriel.

Él se quedó mirándolo.

–Una cerveza está bien?

–Sí. Sí, una cerveza, gracias.

Gabriel le alcanzó una Dos Equis y volvió a la cocina o algún otro lado en donde estaría pesando y dividiendo la cocaína que iba a venderle a esa gente. Se escuchaba una música electrónica, apenas, como si viniera de otro lugar. Jonathan tenía la impresión de estar en un museo, aunque nunca había ido a un museo, pero algo le decía que eran así de lujosos y tristes.

–Qué onda, Gabriel –gritó un muchacho rubio–, ¿qué esperas para traer la soda, o es que te la estás tomando tú solo?

–Tráela ya, que para eso te pagamos un chingo de dinero –dijo otro. Parecía un payaso ese tipo. Tenía el pelo como Cristóbal Colón, un pantalón rojo y una camisa amarilla muy apretada, y se la pasaba haciendo gestos ridículos mientras sostenía un vaso de whisky. Hablaba y hablaba, y de vez en cuando acariciaba a una chica muy bonita con un flequillo desparejo, y a todo esto el rubio, que estaba vestido todo de blanco, le festejaba al payaso cada estupidez que decía. 

No era que a Jonathan le importara mucho lo que esa gente hiciera o dejara de hacer. En realidad, ya no le importaba más nada. Había ido hasta ahí a alcanzar el polvo maldito y ya. De ahora en más no tenía ningún plan. Ningún lugar a dónde ir ni qué hacer ni con quién vivir. Estaba solo en el mundo y el mundo era un sueño que ardía. Iba a necesitar mucha cerveza para apagar ese sueño.

Todos parecían haberse olvidado de que él estaba ahí. Ya se les había pasado el entusiasmo del recibimiento. Entonces podía mirarlos como quien ve a través de una ventana. Gente rara, toda gente rara. Un tipo medio regordete, por ejemplo. De pelo castaño y enrulado. Se había recostado en el suelo sobre un almohadón como si fuera un jeque árabe, y le explicaba todos los detalles de la reencarnación a una chica anoréxica. Ella toda encorvada, mostrando las vértebras a pesar de la camisa, embobada con lo que el tipo le decía. Más rara todavía era la chica con la cabeza rapada, sentada en la alfombra, al lado de una pared. Miraba todo el tiempo un tapiz colgado al lado de ella. Lo miraba de costado, hamacándose hacia delante y hacia atrás. Y en el sofá a la derecha de donde estaba sentado él, un tipo dormía completamente desnudo, culo para arriba y con la boca abierta pegada al almohadón. 

La única persona que parecía acordarse de que él estaba ahí era una mujer apoyada contra el marco de la puerta por la que había desaparecido Gabriel. Era mayor que el resto, tendría unos cincuenta años, el pelo estirado hacia atrás en un rodete, vestida como para ir a una fiesta. Eso era en una fiesta, claro, él por un momento lo había olvidado, pero la única con un vestido todo elegante era ella. Y lo miraba. A él le dio vergüenza y empinó la cerveza hasta el fondo. La señora no hacía caso a lo que contaba el payaso de la camisa amarilla. No le interesaba que a ese tipo lo hubiera parado la policía, y que el rottweiler que llevaba con él le hubiera saltado encima al oficial y haya terminado preso. El perro. Y él pagando la fianza. En Las Vegas, el día después de casarse con una muchacha que ya para entonces ni él se acordaba quién era y que se había ido del hotel con toda su lana. En realidad, a nadie le podía interesar nada de eso si le había pasado a un tipo que usaba una camisa amarilla apretada, unas botas tejanas y unos pantalones rojos.

Jonathan terminó la cerveza y enseguida su cabeza se fue a otro lado, no pudo escapar de los malos pensamientos, le venía una imagen tras otra, todas tan terribles que le revolvían el estómago.

La señora del rodete se acercó y se le sentó al lado.

–¿Por qué lloras? –le dijo, y le puso una mano en el hombro.

–No, no estoy llorando, es una alergia.

Ella lo miró con cara de tía buena. 

–Me acordaba de mi familia en Perú –volvió a mentir él–. Hace mucho que no los veo. 

–¿Estás recién llegado a México?

–No, ya llevo unos años viviendo aquí, aunque cada tanto vuelvo a Lima.

–¿Y te gusta aquí?

–Sí, aunque no he paseado mucho.

–Ven, te voy a mostrar la casa. 

La señora lo condujo por una escalera hasta el segundo piso. Caminaron por un pasillo con varias puertas a ambos lados. 

–Ahora somos solo mi hijo y yo, pero en una época aquí vivieron mis suegros y todos sus hijos. Eran seis, mi esposo era el menor. Además, siempre había parientes, amigos, en ese tiempo se justificaba tanta casa.

La señora se detuvo ante una puerta.

–En esta habitación durmió Trotsky una noche –le dijo, y se hizo a un lado para que él se asomara. La pieza tenía el empapelado despegado y la alfombra gastada. Parecía que nadie había entrado ahí en años–. No sabes quién fue Trotsky, ¿verdad?

Él negó con la cabeza. 

–Le tengo dicho a Margarita que ventile las habitaciones –dijo ella como para sí, y entró en la pieza de enfrente–. Ven, pasa. Este era el estudio de mi esposo. Ya hace cinco años que murió pero lo he mantenido igual que cuando él vivía.

Todas las paredes estaban cubiertas con estantes repletos de libros. 

–¿Qué hacía su marido?

–Era médico. Y también historiador, pero amateur. Él quería que nuestro hijo fuera médico, o ingeniero como su tío. Pero Ignacio tiene vocación por el arte. Pinta grafitis muy bonitos, los hay por toda la ciudad.

–¿Su hijo estaba ahí abajo?

 –Sí, es el rubio de blanco. A mi marido no le habría gustado ver que Ignacio pasa tanto tiempo divirtiéndose sin hacer nada por su futuro. Pero yo pienso, ¿de qué le sirvió a mi marido tanto estudio? Nunca fue feliz, vivía preocupado por todo. Por eso permito que Ignacio organice todas las fiestas que quiera. Prefiero que se divierta en casa y no que vaya a quién sabe dónde–. Hizo una pausa y le acomodó un mechón de pelo que a él le caía sobre los ojos. Era toquetona la vieja–. Se nota que estás triste. ¿Extrañas a tu familia o es otra cosa?

Él no contestó. Estaba otra vez a punto de llorar.

–Me recuerdas a un novio que tenía en mi época de la universidad. Era dos o tres años mayor que tú cuando lo atropelló un camión. Yo era una de las pasajeras del camión. Del autobús, o no sé cómo le dirán en Perú. Él me había ido a buscar a la parada. Pues bien, bajemos, te invito con otra cerveza.

En la escalera, Jonathan escuchó un reggaetón y recuperó un poco el ánimo.

–¿Ya se fueron muchos? Gabriel me dijo que en la fiesta había mucha gente.

–Sí, se fueron casi todos. En verdad, la fiesta fue anteanoche. Hubo más de cincuenta invitados. Anoche todavía quedaban unos cuantos.

Abajo, el ambiente se había reanimado. Habían estado llenándose las narices con la nieve que él había llevado. Todos estaban más despabilados. Todos menos el tipo desnudo, que seguía desmayado en el sofá. Hasta la chica que antes se hamacaba en un rincón ahora charlaba con los demás.

Gabriel lo había estado buscando. Lo llamó aparte y le dio un rollo de billetes. Le daría el resto en unos días, que le dijera a su mamá que lo llamara el miércoles. Yo me voy, tú también, ¿verdad?, le preguntó, y él le dijo que no, que si no le importaba se quedaba un rato más, pero a Gabriel no le pareció una buena idea. No le hagas caso, dijo la señora, que estaba escuchando, puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Gabriel entonces se despidió de todos con un saludo general y la señora lo acompañó hasta la puerta. Jonathan fue a sentarse otra vez al mismo sofá. No se animó a ir a buscarse otra cerveza.

Trataba de seguir lo que pasaba en esa sala porque no quería pensar en otra cosa. Otra cosa era su mamá, el hotel, el peor momento de su vida. Peor que todas las veces en que su padrastro lo había molido a golpes de chico, incluso peor que la vez en que él lo había sorprendido al hijo de puta dándole patadas en el suelo a su mamá, y ciego de odio le había clavado un cuchillo en el estómago. Pensaba si todo eso que acababa de pasar en el hotel no sería una venganza del destino, se le venía a la cabeza la imagen de su mamá, gris sobre las sábanas blancas de la habitación del hotel, y buscaba de todas las maneras posibles sacarse esos pensamientos de la cabeza, y hasta escuchaba las estupideces que decía el payaso, que ya no tenía un vaso de whisky en la mano, ahora era un plato repleto de nieve. Estaba más imbécil que antes, la cocaína se le había subido a la cabeza.

–Esto, al final del día, es pura mierda –decía el idiota–, mierda de la buena, no lo voy a negar, pero no hace más que hacernos creer que somos fuertes, que podemos cambiar el mundo, cuando en realidad no podemos cambiar nada. 

El payaso hablaba sosteniendo el plato de cocaína por encima de su cabeza, como un mesero con una bandeja, y a él de solo verlo se le aceleraba el pulso. 

–A esta altura tendríamos que estar fumando opio –decía el payaso–. Si seguimos así no vamos a dormir en todo un mes. Además, la cocaína ya pasó de moda. El opio nos vuelve inteligentes, despierta el tercer ojo.

No digas más huevadas, pensaba él, a ti nada te puede hacer ver inteligente, y el tercer ojo te lo voy a abrir yo si no dejas ese plato sobre la mesa.

–¿Qué les parece si damos por terminada la Era Blanca, símbolo de la decadencia occidental?

Los demás lo escuchaban como si estuvieran frente a un genio. En eso, el payaso soltó el plato en el aire. Volcó toda la cocaína sobre la alfombra, y encima se reía.

Él otra vez tenía ganas de llorar, esta vez de bronca. Buscó a la señora en la sala, quién sabe por qué, a lo mejor porque era la única persona sensata en esa casa, pero no la encontró. Entonces se levantó, agarró una botella de cerveza del suelo y la estrelló contra el borde de una mesa. Tomó al payaso por la espalda, y mientras le agarraba la cabeza con una mano, con la otra le puso el filo del vidrio en el cuello.

–No la desperdicies así, conchetumadre –le dijo–. Tú no te imaginas por la que tuvo que pasar mi mamá para que tú tengas tu cocoa. ¡Cállate! No digas nada y escucha. Mi madre entró ese talco a México en sus tripas, ¿entiendes? Ciento treinta cápsulas, y por una puta cápsula que se le rompió, mi madre ahora está muerta, y está viendo esto desde el cielo y seguro que no le gusta lo que ve, maricón. Así que es mejor que te tomes todo ese talco. Lo barres, y así, con todos los canutos de tus chicas, así te lo tomas. Porque mi madre murió por esta mierda y ni siquiera pude ofrecerle un velorio y un entierro como Dios manda. No, ¡cállate, te digo! –El tipo desnudo se había despertado y preguntaba qué estaba pasando. Pero nadie le contestaba. Nadie pestañaba–. Tuve que emborracharme para poder abrir a mi madre con un cuchillo, ¿entiendes lo que te digo? La abrí y le saqué todo este polvo que ahora tú te avientas al aire como si fuera harina. El olor era insoportable, creía me iba a desmayar, pero qué más podía hacer, ¿eh? Y después tuve que abandonarla en la habitación del hotel, porque sabía que si no entregaba esta mierda me iban a terminar matando.

Ahora el payaso pedía perdón arrodillado, con la punta del vidrio sobre la carótida, fingiendo que lloraba para que él se apiadara, mientras que la chica linda del flequillo y la anoréxica vomitaban sobre la alfombra.

–Todo para que tú y tus estúpidos amigos se monten esta fiesta asquerosa. Así que ya me escuchaste, levantas ese talco de la alfombra y te lo tomas ya mismo. Y ustedes se toman todo lo que queda ahí sobre la mesa, ¡vamos! ¡Quiero verlos a todos tomando!

Apareció la señora y le pidió que por favor lo soltara. Él lo soltó, pero antes le puso un pie en el hombro y lo empujó hasta aplastarle la cara contra la alfombra. Después agarró su mochila, caminó hasta la puerta y salió dando un portazo. 

Ya era de noche y hacía bastante frío cuando se puso a caminar en cualquier dirección.