La decisión de la cineasta argentina Lorena Muñoz de dirigir El Potro, lo mejor del amor –biopic dedicada a la figura del cuartetero cordobés Rodrigo Bueno– tras la exitosa Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), donde abordaba la historia real del más grande mito de la música tropical, era por lo menos riesgosa. No solo por la posibilidad de ser encasillada como “la directora de los cantantes populares con final trágico”, sino porque el recorrido vital y profesional de ambos artistas registra algunas coincidencias, a las que debería prestárseles especial atención para no realizar películas “gemelas”. Puede decirse que ese desafío Muñoz consigue superarlo de forma parcial. 

Dichas duplicaciones se constatan sobre todo en el terreno formal. Igual que Gilda, El Potro comienza con una escena cercana al final de la historia (el cantante subiendo al escenario del Luna Park, donde dio una serie de shows poco antes del accidente en el que se mató), para luego viajar atrás en el tiempo y abordarla en su punto cero. Del mismo modo ambos films coinciden en su estructura narrativa, siguiendo en paralelo el proceso que convierte a sus protagonistas en artistas exitosos, mientras deben lidiar con sus propios fantasmas en el ámbito doméstico. En los dos la directora maneja con similar buen timing la inserción de los momentos musicales dentro de la cronología.

Quizá la mayor divergencia se encuentre en el punto de vista desde el cual se narra cada una. Aunque en El Potro el protagonista es Rodrigo, la directora elige contar su historia desde un punto de vista femenino. A diferencias de Gilda, en donde los dos personajes masculinos vinculados a la cantante solo aparecían en pantalla cuando la compartían con ella, en El Potro el personaje de Pato, esposa de Rodrigo y madre de su hijo Ramiro, tiene un espacio propio. Como si la directora hubiera necesitado tener una aliada en escena, la mirada de Pato es la herramienta que descubre algunos aspectos de la intimidad del personaje. Esa mirada también deriva en una trama paralela que pone en escena el drama de la mujer, como si no fuera posible entender la historia del Potro cordobés sin conocer la de su compañera.

Lejos de que el origen popular del personaje aligere su relato, El Potro se apoya oportunamente en algunos elementos de la tragedia clásica. Muñoz recurre a la receta de una madre-pulpo y una figura paterna fuerte a la que el protagonista necesita desafiar, construyendo de ese modo un reconocible triángulo edípico. La muerte del padre impedirá que el conflicto se resuelva, alimentando al héroe de culpa que –como se sabe –es la raíz de casi todas las tragedias. Esa disputa inconclusa con el padre se convertirá en un desafío mano a mano con la muerte, que tendrá como campo de batalla la conducta autodestructiva del protagonista. De la misma manera la película recurre al imaginario cristiano, haciendo que las tentaciones y caídas del protagonista están representadas por un personaje que hace las veces de demonio que lo empuja por el mal camino. Curiosamente ese demonio se llama Ángel.

El Potro también puede ser vista como una versión de “el camino del héroe popular argentino”, en tanto Rodrigo repite el combo de carisma + autodestrucción + destino trágico que antes que él cultivaron muchos otros. Entre ellos se puede mencionar a los boxeadores José María “El Mono” Gatica, Oscar “Ringo” Bonavena y Carlos Monzón; al comediante Alberto Olmedo (cuyo hijo Fernando por un capricho del destino viajaba junto al cuartetero la noche del accidente en el que ambos perdieron la vida). O al máximo héroe popular argentino, Diego Armando Maradona, a quien el propio Rodrigo le dedicó una canción, “La mano de Dios”, que curiosamente no forma parte de la banda sonora de la película. Aunque felizmente y en consonancia con su leyenda divina, el Diez ha gambeteado varias veces el último ingrediente de la fórmula.

Muñoz se permite algunos juegos con ciertos recursos técnicos para producir metáforas visuales, como cuando utiliza un lente biselado para fragmentar la imagen y de ese modo registrar un momento de quiebre en la vida del protagonista. Y se juega una apuesta fuerte al entregarle el papel protagónico a un actor debutante, Rodrigo Romero, quien parece ir acomodándose al personaje en coincidencia con el orden histórico. Así desarrolla un arco dramático que va de una inocencia algo artificial para retratar el inicio de la carrera del cantante, al frenesí incontenible de sus años de éxito, en los cuales Romero también gana potencia física y dramática.