En siete décadas de prolífica carrera, el clasicismo transgresor del maestro Irving Penn (1917-2009), legendario fotógrafo que revolucionó la fotografía de moda en los 40 y 50, obsequió belleza en las más múltiples formas: con sus icónicos trabajos para revista Vogue, con sus impactantes retratos de luminarias del siglo 20, con sus acercamientos casi abstractos a desnudos voluptuosos, con sus colillas de cigarrillos magnificadas, amén de evocar columnas romanas, y así. A correrle el velo a una de sus facetas menos conocidas, empero, se dispone hoy la galería Fahey/Klein, en Los Angeles, casa de la reciente exposición Irving Penn: Worlds in a Small Room, Seen & Unseen. Una muestra que oficia de retrospectiva de los estudios etnográficos de Penn a través de algunas piezas inéditas, otras conocidas, tomadas en sus viajes a Perú, Dahomey, Marruecos, Camerún, Papúa Nueva Guinea... “A partir de 1948, cuando fotografió a quechuas en Cuzco, Penn viajó por el mundo y recopiló lo que llamó ‘registros de presencia física’. Instaló su estudio ambulante en el borde del Sahara, entre gitanos en España, en las tierras altas de Nueva Guinea, en las montañas de Nepal, e invitó a los habitantes a salir, por un momento, de sus mundos y entrar a uno nuevo, territorio neutral tanto para el fotógrafo como para el retratado”, advierten los comisarios de la exhibición. Sobre la andariega y multicultural experiencia que continuó hasta entrada la década del 70, así hablaba el propio Irving tiempo atrás: “Cuando ellos cruzan el umbral del estudio, aceptan la experiencia de ser vistos por un extraño... con una dignidad, una seriedad y una concentración que no habrían tenido a unos metros de distancia, en su propio entorno”. El resultado, sobra decir, de una exquisitez y una profundidad sin igual.