La voz de Valérie Mréjen transmite una delicada calidez que genera la sensación, en quienes la escuchan, de conocerla de toda la vida. 

La escritora y artista visual francesa –que se presentará en el 10° Filba Internacional, hoy a las 19 en el Malba, junto a Rodrigo Fresán y Horacio Castellanos Moya– tiene publicados cuatro libros breves, hermosos e intensos desde una narración que enmascara en la forma del fragmento y la enumeración una “falsa objetividad”: Mi abuelo, El agrio, Eau Sauvage y Selva Negra, editados por la editorial española Periférica. La presencia de la muerte, los ausentes que acompañan a los vivos, son temas habituales en su narrativa, porque perdió a su madre cuando era una adolescente. En la última novela publicada hasta ahora pasea con el fantasma de esa madre, de vuelta a la vida. “Todo sería motivo de extrañeza: ver la gente hablando por teléfono mientras caminan, algunos con un auricular imperceptible le darían la impresión de dirigir las palabras al aire: yo me divertiría al principio viendo su reacciones, pero al cabo de un rato acabaría seguramente impacientándome (…) Yo tendría la impresión de sacar de paseo a una niña que despierta tras dos décadas de siesta: ella se esforzaría en nombrar cada objeto para cerciorarse de que aún los conoce, o tal vez para volver a sentir, pronunciando las palabras, la euforia del rencuentro con las cosas de este mundo”, se lee en Selva Negra.

“No sé por qué aparece tanto la familia en mis libros, por qué tiene tanta importancia”, dice Mréjen (París, 1969) en la entrevista con PáginaI12. “Quizá empecé a escribir porque tuve un vínculo muy difícil con mi padre. Como estudié Bellas Artes y provengo más del ámbito visual, en los trabajos que hice en video también abordo la incomunicación y el vínculo medio enfermizo con la familia. La escritura me permite reconstruir los vínculos familiares desde una visión un poco más burlesca. Mi meta no es hablar de mi familia o hacer una especie de autoficción, sino construir una suerte de farsa alrededor de estos temas que son más profundos”.

–“Alcancé, y después superé, la edad que ella tenía el día de su muerte y me encuentro en la extraña situación de ser mayor que ella”, advierte la narradora de Selva Negra. ¿Solo pudo escribir esta novela al ser mayor que su madre muerta?

–Sí, pero es una manera no tanto de hablar de mi madre muerta, sino de su ausencia, de las otras muertes y del luto también. Un amigo mío, el escritor Édouard Levé, se suicidó en 2007, y para mí fue muy fuerte; era una persona muy cercana, crecimos juntos. Me interesaba pensar en todas las muertes que uno atraviesa en la vida.

–¿Sería algo así como estar habitados por “la presencia del ausente”, como dice la narradora?

–Sí, hay una constelación de presencias de los muertos, pero no necesariamente de muertos que yo haya conocido, sino de historias sobre muertes. Yo no tengo muchos recuerdos de mi madre –murió cuando yo tenía 16 años– y como no tengo una información muy precisa para narrar recuerdos esta falta es también la que me permitió escribir Selva Negra. Pensé mucho cuál sería la forma del libro y muy pronto me di cuenta de que no podía escribir solo sobre mi madre porque hubiese sido una especie de ficción muy armada y siento que todavía no soy capaz de hacer eso. Al final, me apareció la imagen de una bola de un boliche que refleja un montón de lucecitas, de constelaciones, como si fuera una especie de cripta llena de muertos. Las presencias de los desaparecidos nos habitan. Antes de empezar a escribir Selva Negra viajé a Japón y me acuerdo de pasear por el bosque y sentir la presencia de algo, de un espíritu o de un fantasma. Me llamó la atención que forma parte de la cultura japonesa los espíritus que rondan por ahí, cuando en Europa tenemos la visión del fantasma como algo más amenazante.

–Hay un momento de hallazgo, cuando la narradora descubre que una amiga vive en el mismo edificio donde vivió el psicoanalista y amante de su madre. ¿La escritura permite construir recuerdos?

–Más bien la escritura permite volver a construir algo. Pero que no es exacto porque no me interesa ser fiel a un recuerdo. Escribir me permite ir entendiendo las cosas y asirlas de alguna manera. Ese hallazgo es un recuerdo real y ahí no inventé nada: mi madre supuestamente se enamoró de su analista, algo que suele pasar; pero esta es una historia que ronda en la familia a la manera de un mito, aunque no sé qué es verdadero y qué es falso. 

–Hay un trabajo muy sutil entre lo que se nombra y lo que no se nombra. Nunca se menciona la palabra huérfana ni orfandad, aunque sea una experiencia que atraviesa a la narradora. Tampoco se nombra la enfermedad por la que murió la madre. La sospecha es que fue un cáncer porque se mencionan la “ablación de órganos” y la “caída de pelo”.

–Qué lectura interesante… (Piensa) Cáncer es una palabra con mucho peso; siento que estorba en la narración. Me parece mejor hablar de la manifestación de la enfermedad, como la caída del pelo, y no hacer un informe clínico. No es importante de qué murió, no pongo el foco en eso, sino en algunos signos que van anunciando la muerte. La palabra huérfana también tiene mucho peso y a veces hasta se convierte en una suerte de reivindicación decir “soy huérfana”. No quiero entrar en ese terreno porque no me interesa. Como conocí a mi madre, no podría considerarme huérfana, porque huérfana es una persona que nunca tuvo vínculos con sus padres. Pero cada uno puede interpretar la palabra huérfana como le parezca.