Cuando un compañero de Astilleros Astarsa en plena jornada de trabajo le dijo “la agarraron a Rosalía”, Carlos Moreira no pensó lo peor. “Parecía que a esa altura las cosas se habían calmado un poco. Había habido una marcha importante a San Cayetano en el 81, con las Madres, con Ubaldini. Supuse que estaría detenida”, recordó a este diario. Ana María Martínez, militante del Partido Socialista de los Trabajadores y trabajadora metalúrgica, había sido secuestrada en la puerta de su casa, en San Martín, el 4 de febrero de 1982 a la nochecita y apareció a los siete días. Muerta. Los crímenes que sufrió llegaron a juicio oral y público, luego de una batalla “permanente por memoria, verdad y justicia” de sus compañeros de militancia y familiares. 

“Exijo Justicia para Ana María”, aseguró la cuñada de la única víctima del debate oral que inauguró el Tribunal Oral Federal Nº 5 de San Martín, frente al que responden como acusados dos integrantes de la estructura de poder que manejó Campo de Mayo: Raúl Pascual Muñoz y Norberto Apa, jefe de Personal y jefe del Servicio de Inteligencia, respectivamente. Carmen Metrovich fue la primera testigo del juicio. Contó “cómo era Ana María, esa supermilitante, y todo lo que pasamos en su familia desde que se la llevaron hasta hoy”. 

“Vaya a lo que vaya a ser, si estos asesinos son sentenciados o no, el poder reivindicarla frente a la Justicia fue muy importante”, reflexionó horas después del esperado testimonio.

Carmen y Titín son dos integrantes de la Comisión Ana María Martínez, que desde 2012 trabaja para reconstruir el caso y aportar pruebas a la causa judicial que el jueves pasado llegó a los Tribunales de San Martín. El expediente había sido abierto a partir de una denuncia presentada por el primer compañero de Martínez con el respaldo jurídico de Pablo Llonto. “Nos sumamos a ese trabajo judicial. Yo sabía que mi cuñada militaba en el PST junto con mi hermano (José Metrovich), pero de sus compañeros solo sabíamos sus sobrenombres. El que emprendimos fue un trabajo de hormiga hasta dar con cada dato que posibilitó que hoy estemos acá”, describió Carmen. Resta aún que la Justicia de primera instancia complete una segunda etapa de la causa, aquella que investiga la intervención de la Policía bonaerense en el secuestro y el asesinato de la militante.

La militancia 

Martínez había nacido el 10 de noviembre de 1950 en Mar del Plata. Allí creció, estudió y comenzó a militar. Se casó. Y de allí debió huir en 1976, tras un gran golpe que la dictadura dio al espacio que integraba, el Partido Socialista de los Trabajadores.

“Vino desde Mar del Plata y no tardó mucho en reincorporarse a la lucha”, destacó Moreira. Martínez se estableció en la zona norte del Gran Buenos Aires, donde trabajó en varias fábricas. La última fue la metalúrgica DEA. Y se reenganchó a la militancia. Allí conoció a Titín y a otros militantes. “Era una mina alegre y muy comprometida, un cuadrazo”, la recordó el hombre, uno de sus compañeros en el grupo de militancia del PST de San Martín del que “Rosalía” (seudónimo de Martínez) era cabeza. “Era arriesgada, se jugaba por sus compañeros como pocos”, continuó. A modo de ejemplo trajo de su memoria las visitas que la militante hacía a las familias de tres compañeros que meses antes de su secuestro habían sido detenidos con panfletos, revistas, periódicos de la organización.   

En el norte del Conurbano también conoció a su nuevo compañero, José Metrovich, con quien convivió los últimos años de su vida en Villa de Mayo, partido de Malvinas Argentinas. 

El 4 de febrero de 1982 “dos tipos la agarraron cuando salía de su casa y la metieron en un auto”. Fue la última vez que su familia y sus compañeros la vieron con vida. Su cuerpo apareció el 11 de febrero, semienterrado a orillas del Canal Villanueva, en Tigre. Tenía un balazo en la cabeza y otro en la panza. Estaba embarazada de tres meses. Llevaba varios días allí, según determinaron los informes forenses.

El caso, según rememoró Moreira, “fue muy llamativo aquellos días. Fue la primera vez que los medios de comunicación llamaron ‘militante’ a una víctima de la dictadura después de años de calificarnos de ‘subversivos’. Hubo solicitadas pidiendo por su aparición en los días previos al hallazgo de su cuerpo que hasta firmó Jorge Luis Borges”, completó.

No bien supo que su compañera había sido secuestrada, José “pasó a la clandestinidad”, contó su hermana: “Con la ayuda de compañeros viajó a Mar del Plata para contarle a la familia de Ana María lo que había ocurrido. Pasaron varios meses hasta que pudo recuperar el ritmo de vida, pero no dejó de intentar saber quién la había matado”. Falleció en 2010, “justo cuando había retomado el impulso para saber qué había pasado con Ana María”, completó la mujer. Ella lo hizo por los dos.

La infiltración 

Después de lo ocurrido con Martínez, el colectivo militante del PST que ella lideraba en zona norte comenzó a sospechar que entre sus integrantes había un infiltrado. “Nunca tuvimos pruebas hasta que aparecieron los archivos de la Dipba”, señaló Moreira. Tras revisar el archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de Buenos Aires, la Comisión Provincial por la Memoria encontró el informe que probó las sospechas. 

Infiltrado como un trabajador más, el agente de inteligencia Juan Pedro Peters informó a la Dirección cada movimiento del grupo. “De la única que había fotografía era de Ana María. Del resto, Peters daba sobrenombres, chapa patentes, y demás datos. Pero de ella tenía incluso fotos, que según el informe había obtenido gracias a un camión aportado por Campo de Mayo”, detalló Titín. Para cuando aparecieron los documentos, Peters había fallecido. Hasta no mucho tiempo antes había sido comisario de San Martín.   

En el informe de la Dipba, el infiltrado incluso le agradece a Apa, uno de los acusados en el juicio, la logística aportada. Los miembros de la Comisión Ana María Martínez advirtieron que tanto éste como el otro represor de Campo de Mayo acusados en el debate “no podían no saber” de la cacería de la militante ni de su final. En el momento de los hechos, Apa era jefe del Destacamento 201 de Inteligencia del Comando de Institutos Militares y Raúl Guillermo Pascual Muñoz, jefe del Departamento de Personal G1 del Comando de Institutos Militares. Había un imputado más, Héctor Luis Ríos Ereñú, que en 1982 era jefe del Departamento de Operaciones G3 del comando de Institutos Militares, pero falleció en 2017. Ya había sido condenado por delitos de lesa humanidad. 

“Eran dos integrantes de la parte jerárquica de la estructura represiva” en la zona norte del Gran Buenos Aires. “Nada de lo que pasaba allí era desconocido por Campo de Mayo, la Policía no actuaba por motu proprio”, añadieron. Resta aún afinar en la Justicia la vinculación de “la pata policial” en los hechos.