¡Hace casi un siglo y medio, excelentísimo señor, que espero su advenimiento! Todos estos años, desde mi muerte en 1868, he examinado ávidamente cada ciclo electoral, con la esperanza de que por fin apareciera mi salvador, un hombre –¡ni modo que fuese una mujer!– que me desplazaría de la poca envidiable situación en que me encuentro: ser considerado el peor Presidente en los anales de los Estados Unidos.

No merezco tan mala fama. Es presumible que los conocimientos suyos acerca de nuestro pasado sean restringidos, pero hasta Usted debe saber que se me ha culpado de que los estados del Sur de nuestra patria decidieron independizarse de la República en 1861, poco antes de que terminara mi período de gobierno. Injustamente tildado de ser responsable por la Guerra Civil entre el Norte y el Sur y por mis no tan encubiertas simpatías hacia los esclavistas, es un inmenso alivio para mí que la Presidencia esté por fin en manos de alguien que, estoy seguro, ha de pasar a la historia como una persona que, como yo, dividió amargamente la nación y devastó los pilares de nuestra democracia.

Noto con alegría la probabilidad de que Usted me ha de sobrepasar en tal desventurada empresa. Si persiste en su campaña de violar la tierra y contaminarla, si allana el camino a los que niegan los cambios climáticos y facilita la polución de nuestros cielos, nos habrá de llevar a una conflagración que, a diferencia de la mía que ultimó a un mero millón de habitantes, logrará algo más letal para el planeta mismo: condenar a billones de seres humanos, tal vez a toda la especie, a una eventual extinción. Cuando los ciudadanos del futuro (si es que algunos logran sobrevivir) contrasten este terrorífico legado suyo con el mío, será inevitable que me vean como un modelo de virtud y sabiduría.

En cuanto a la calidad de vida de los norteamericanos, también en este rubro Su Excelencia tiene la oportunidad de causar más perjuicio que el que se me atribuye. Muchos padres y viudas maldijeron mi nombre al recibir la noticia de que sus seres queridos habían muerto en la guerra, pero muchos millones más van a maldecirlo a Usted cuando sus cuerpos sufran un irreversible deterioro debido al asalto que planea contra el actual sistema de salud norteamericano.

Respecto a la corrupción, también tengo expectativas de que me va a superar con creces. Mis ofensas (acusado de coimas, extorsión y abuso del poder por un comité investigador del Congreso) habrán de palidecer comparadas con lo que se le viene encima a su gobierno, colmado ya de sordidez y conflictos de intereses. Pero le imploro que ignore tales dilemas éticos y financieros. Yo pude evitar que me enjuiciaran y destituyeran y Usted tendrá un éxito parecido, en vista de su habilidad inverosímil para convencer a sus adherentes de que la veracidad de los hechos no tiene importancia alguna. Ojalá hubiera contado yo con sus talentos y quimeras, cómo me hubiera gustado que existieran en mi época la televisión y la internet. Podría haber culpado a México de nuestra Guerra Civil.

Hay dos asuntos adicionales al que quisiera que se dedique. El primero es el aborto. Fue durante mi Presidencia que, en 1859, la AMA (Asociación Médica de América) indicó que se debía criminalizar a las mujeres que interrumpían su embarazo, y tiene Usted la oportunidad para devolver nuestras leyes y costumbres a ese momento prístino en que los miembros del sexo débil sabían que sus cuerpos no les pertenecían a ellas, sino que a los hombres que las poseían. El segundo asunto es Cuba. Fue me intención comprar la isla a los españoles y, al fracasar ese negocio, estuve a favor de invadir esa colonia y anexarla. Le toca ahora a Usted finiquitar ese proyecto. Debe extender el alcance del Imperio a todo el Caribe y más allá, interviniendo en la vida de las naciones enemigas y hasta las aliadas. Ponga especial énfasis en dominar a China, puesto que yo cometí el error de inmiscuirme solo en forma marginal en la Segunda Guerra del Opio. Estoy seguro que en esto también me habrá de aventajar, apenas lance su Primera Guerra de Tarifas Comerciales.

No estoy solo, Sr. Trump, al instarle a que siga sus instintos en forma empecinada y cumpla cada una de las promesas extravagantes anunciadas durante su campaña. Otros Primeros Magistrados fenecidos, que me han honrado al hacerme su portavoz, también están ilusionados ante su victoria. Richard Nixon desea que vuestros insultos y exabruptos hagan a la gente olvidar su propia lengua procaz y anticipa que Trumpgate sea tan colosal que Watergate va a terminar siendo considerado una travesura insignificante. Y Herbert Hoover, mancillado por su incapacidad de reconocer las señales de que estaba a punto de estallar la Gran Depresión, confía en que usted mostrará aún más extravío y testarudez que él, de manera que cuando se precipite una catástrofe económica aún mayor, las acciones de Hoover serán juzgadas como menos desastrosas. Igualmente espera que Usted lo exceda en los ataques a los sindicatos y la deportación masiva de inmigrantes.

Otros Presidentes, que ocupan la esfera excelsa de mandatarios más populares, incluyendo a quienes fundaron esta república, me han reprochado que esté apelando a los más infames demonios de vuestra naturaleza. Estos estimables están preparando un mensaje colectivo aconsejando moderación, conjurándolo a que su habitual delirio de grandeza y culto a la personalidad no siga acrecentándose cuando ingrese a la Casa Blanca. Algunos de ellos idean recomendaciones específicas. Franklin Delano Roosevelt cree que, si le informa de que se arrepintió de haber internado en campos de concentración a conciudadanos de origen japonés durante la segunda guerra mundial, podría Usted reconsiderar sus intenciones de hacer algo similar con los musulmanes norteamericanos y extranjeros. Harry Truman, rondado por los fantasmas de Hiroshima y Nagasaki, quiere presionarlo para que elimine todo el arsenal nuclear y evitar una carrera armamentista apocalíptica. Eisenhower piensa reiterar su advertencia de que no hay que fortalecer la alianza de militares con industriales que él denunció como el peligro más grande para este país, sin darse cuenta el pobre de que quienes representan esos poderes ya son, en efecto, los que desvergonzadamente dominan vuestro gabinete. Y el señor Lincoln, cuyo partido Usted ha secuestrado hasta el punto de que es irreconocible, cree que, si pudiera forzarlo a escuchar sus consejos desde el más allá, tal vez de nuevo la República se salvaría.

No me cabe duda de que no le hará caso ni al viejo Abraham ni a los otros altruistas impertinentes.

Después de todo, si le mando estas palabras de aliento es porque Usted mismo me ha inspirado con sus dichos y hazañas. Me ha ensenado que definitivamente es mejor afianzar la imagen propia en la Lotería de la Popularidad Presidencial que sacrificarse por el bien del país –o del planeta, para no ir más lejos.

Y así, me despido hasta la noche en que Usted se junte a todos los ex Presidentes fallecidos, cuando tendré el inmenso placer de conducirlo al punto más bajo del basural de la muerte, el sitio donde hasta ahora he debido permanecer durante más de ciento cincuenta anos. ¡Qué maravilla poder finalmente ningunear y menospreciar a alguien que ha dañado a los Estados Unidos en formas que yo no hubiera podido imaginar en mis sueños más desolados y salvajes!

Sinceramente agradecido por rescatarme del abismo al que se me ha relegado como el peor de los peores, me declaro, señor, vuestro humilde servidor.

James Buchanan, décimo quinto Presidente de los Estados Unidos.

* La última novela de Ariel Dorfman es Allegro. Vive con su mujer en Chile y en los Estados Unidos.