Una premisa fue haber escuchado Los Redondos junto a varios amigos de diferentes latitudes y distintos palos. Casi sin excepciones, la resultante fue la misma, desconcierto, sensualidad, poder. Como si esa música hubiese sido compuesta por el mismísimo Giacomo Casanova. Probablemente el punto de equilibrio o desequilibrio fue que Los Redondos, no jugaron nunca con los padrinos de las multinacionales que los proyectaran tras frontera, como Soda Stéreo.  Da igual, a mi entender, existen razones más poderosas. Por ejemplo, cuando los melómanos hispanoparlantes drenan sus necesidades de forma más directa. Como Pappo, mocasines sin medias. El ritmo del cuerpo por estas latitudes es natural. Lo sensual de la mano latina. La electrónica para robotizar el cuerpo. Y el pop de sillón retro vintage con el culo mullido en el placer auditivo. La ornamentación en las paredes, recuerdos de otros colores, de músicas étnicas de las cuales casi siempre, no recordamos los autores. ¿Y para pensar? Bueno, pensar hay otras cosas.

¿Hay personas buscando demandas a través del rock? Acaso por ello, Los Redonditos, sean negados por la misma decodificación. Porque llevamos sus canciones-arte en una sola dirección, el camino del ripio que pocos quieren caminar descalzos. En el tiempo de las plataformas y las descargas (ilegales) y las canciones sueltas y el compilado popurrí de cuatro minutos a todo volumen, es un hallazgo que alguien se coma el corpus de una canción. ¿Son por acaso ustedes hoy, un público respetable? Te voy a comer tu dolor. ¡Y voy a saborearlo! Otro condicionante, por definición de la experiencia argentina. Una historia vivida y una leída. De una a otra, la distancia es larga. La primera; fábulas, anécdotas, de impresiones y presiones de una moral que es siempre articulación, referente a la edad, a los encierros personales, escenario neto, puro, sin distancia, a nivel del mar. La historia leída es presente. Reconoce los puntos de fuga y los ciegos del pasado. Altura de edificio, más cerca del cable de alta tensión que del cordón.

Cuando estas dos historias se juntan, la verdad del pasado se manifiesta con toda su anchura moralizante. Significa reconocerse en ese espejo del tiempo, verse allí dentro, adjetivar en nombre de la experiencia íntima que se supone más cierta que aquello de se construye en el relato del pasado. Voluntad de unicidad, derecho a la singularidad de un tiempo propio e inviolable, de identidad. El pasado es mío, y en la cómoda están las zapatillas gastadas de muestra. La historia leída, en cambio, es otra cosa; lavarse el pelo y sacarse el fijador. Ahora, todo el mundo anda con el pelo suelto, en el mejor de los casos.

A Los Redondos los vi una sola vez, en el Club Sportivo América de Rosario, posiblemente 1988. Tengo un recuerdo nítido y neblinoso a la vez. No sabía que la neblina olía tan dulce. El infierno está encantador. Dijo mi amigo Leo Fabbri que sabía caminar unos pasos adelante del resto. El estudiaba Ciencias Económicas y yo iba al secundario. El alfonsinazo venía respirando con dificultad y se abrían las importaciones directas de Bolivia sin impuestos. Todo sin cortes, aunque todavía no había llegado allí. 

“Pompeyo” Fabbri era unos años más grande que el resto de nosotros. Y en una disquería del barrio, había comprado un casette de Los Redondos. Me dijo que, en el vinilo, la tapa venía pintada a mano. Mientras Soda y Fito -bajo el toldo de García y Spinetta-, copaban la parada en las ventas. A la par, los partidos de intransigencia y la indescifrable línea psicobolche, todavía no habíamos leído a Marx. Bueno, estimo que mi amigo sí, pero jamás nos expuso al ridículo de la ignorancia.

Todo eso y todo esto, sospecho, tiene el mismo aroma: pollo con papas. Humanismo a mansalva, muchas piñas por nada, por cualquier mirada oteada sin saberlo, y después, fieles a la culpa judeocristiana, el gesto de comprensión. Vivimos en el pasado y todavía esperamos el gol del Diego a los ingleses. Afuera de aquel estadio, aquellos patitos en fila, cada uno con sus caramelos en el bolsillo, no habíamos visto la línea que venía detrás. De tránsito directo.

Yo algo conocía de la historia de La Cofradía de la Flor Solar, porque en casa había un simple de La Barra de Chocolate y hablaban acerca de ellos y les agradecían. Recuerdo el sello en el dorso: El disco es cultura. Después me enteré de que un gordo disfrazado de turco, repartía antes de los shows buñuelos de ricota que sacaba de una canasta de mimbre. Pensé que esas serían las contraseñas del tiempo para estar ahí, sin saber que esa, era una parte de la especificidad del ser argentino. Como los relatos de Arlt, que riman con el gentilicio nacional. La clave de nuestra historia, pero con gracia. ¿A quién carajos puede identificar Marco Polo?

En resumen, todo artista convierte sus circunstancias en el lenguaje que elija. O para ser más arriesgados, el lenguaje los elije. Aristocracia pura, la música. Y la forma en que Los Redonditos procesaron la experiencia de caminar en las épocas más oscuras de un país encantado llamado Argentina, probablemente, sea una de las mejores novelas del siglo XX. La obra, el universo, el mundo redondo, fue tan frenético y demencial como los olores que entraban por la ventana. En suerte, o en desgracia.

Dicen que el último bondi fue a Finisterre, aunque todavía no haya pasado y lo sigamos esperando.