La descarga inexorable de la batería de un teléfono móvil puede ser como los latidos del corazón que preceden a la muerte. Después de que un cliente no acudiera a la cita prevista, Philip, un agente inmobiliario de 40 y tantos años, comienza a seguir por la calle a una joven mujer de figura menuda, grácil y vulnerable durante treinta y seis horas. “Él estaba siguiendo un extraño plan, un plan aciago, cuyo sentido no tenía por qué ser comprendido por nadie. Estaba entregado al presente, sólo este contaba, no tenía ni idea de qué podía suceder en el próximo segundo, pero sabía que pasara lo que pasara, él estaría preparado (...) El era uno con su aliento, pues pronto se había dado cuenta de cuán poco servía enojarse, preocuparse, pensar más allá del siguiente paso. Todo ello le impedía vivir el momento. Y vio lo que no había visto nunca. Un mundo lleno de signos que él podía leer, el mundo era un libro abierto”, plantea el narrador de Halcón, de Lukas Bärfuss, escritor y dramaturgo suizo cada vez más leído y representado en el país, que participará durante esta semana del Ciclo Bärfuss Sudamérica, con idea y curaduría de Cecilia Bassano.

El ciclo empezará con un diálogo entre Bärfuss y Mauricio Kartun, hoy a las 19, en el teatro Cervantes. Mañana presentará Halcón con la escritora Claudia Piñeiro (a las 19.30, en el Centro Cultural Recoleta). El viernes y el sábado, de 17 a 20, dará una master class de dramaturgia, con inscripción previa, también en el Centro Cultural Recoleta. El escritor y dramaturgo suizo estuvo en Buenos Aires el año pasado. Entonces aprovechó para acompañar el estreno de Paraty –traducción y adaptación de su pieza Málaga realizada por Cecilia Bassano en el marco de la Biblioteca de Obras Teatrales del Goethe Institut–, dirigida por Bassano y Carla Pantalani; y presentar Koala, novela publicada también por Adriana Hidalgo en 2015, donde el narrador es un escritor que regresa a su pueblo natal en los Alpes para dar una conferencia sobre Heinrich von Kleist, poeta, dramaturgo y narrador que se suicidó. El narrador –y el propio autor– sortea el peligro de quedar cautivo de un discurso doliente sobre el suicidio de su propio hermano, un hombre solitario y taciturno al que llamaban “koala”.

Como suele suceder en su narrativa –la primera novela que se publicó acá fue Cien días (2009)–, Bärfuss pone el dedo en las llagas que no se quieren mirar mirar en su última novela. “Cada época posee una herramienta de la que depende de modo fundamental. La Revolución Industrial es sinónimo de máquina de vapor, la Ilustración necesitó de la caja de tipos de imprenta, y así también mi época dependía de un aparato, aunque no era el teléfono inteligente, como creía la mayoría: era el cargador, un pequeño transformador con un cable que servía para cargar las baterías de ion-litio con las que funcionaban aquellos talentos universales. El cargador era algo pequeño y ordinario, del que casi no se hablaba; pero apenas faltaba, los teléfonos inteligente morían de inanición, los seres humanos se quedaban sordos y mudos, aislados de los demás y prácticamente desvalidos”, advierte el narrador de Halcón, traducida también por Claudia Baricco. “El miedo a desaparecer es una gran preocupación de nuestro tiempo”, afirma el escritor suizo en la entrevista con PáginaI12.

–“Quien pretenda desentrañar la urdimbre de la realidad, se enmarañará a sí mismo”, dice el narrador de Halcón, que luego confiesa que su obsesión es la veracidad. ¿Qué importancia tiene la veracidad para el escritor Lukas Bärfuss? 

–La veracidad es una cuestión de supervivencia. El que vive en el engaño y el error, vive peligrosamente. Esto se aplica tanto al individuo como a la sociedad. La desilusión sigue siendo la principal tarea del arte, pero tendrá que hacer que este proceso doloroso sea placentero, seductor y hermoso.

–¿Por qué la novela transcurre en marzo de 2014, después de la desaparición del MH730 de Malasian Airlines con 239 pasajeros? Es sumamente curioso que al día de hoy no se haya encontrado un solo resto del avión, que hayan desistido de buscarlo, y que la hipótesis más fuerte sea la del suicidio del piloto. 

–Eso es cierto. No había pensado en eso. En ese entonces, cuando escribí el libro, la hipótesis del suicidio todavía no estaba en discusión. Simplemente parecía increíble y aterrador la idea de que un avión pudiera desaparecer sin dejar rastros. Y creo que el miedo a desaparecer es una gran preocupación de nuestro tiempo. Las nuevas tecnologías son extremadamente efímeras. Todavía no hemos desarrollado un método para archivar contenidos digitales por más tiempo que unos años. Va a quedar muy poco de nuestros tiempos. Ya se puede ver en el hecho de que aquellos diskettes en los que hace algunos años archivábamos información, ahora no son legibles. Quizá sea por este miedo a desaparecer que las selfies son tan populares. Uno captura constantemente su propia imagen porque teme que no quede nada de su propia existencia, y que la propia existencia, como el avión, pueda desaparecer sin dejar rastros.

–El suicidio no es un tema “menor” en Halcón y está presente también en Koala; en un momento de su última novela se cuenta la historia del matemático japonés Yutaka Taniyama, que se suicidó cuando estaba a punto de casarse; un matemático que fue importante en la demostración del Último teorema de Fermat. ¿Qué le interesa del suicidio, del suicida?  ¿Quizá que sea un acto con cierta “belleza” estética?

–Tenés razón, el suicidio se presenta en mi obra en contextos diferentes. Incluso antes de Koala ya era un tema. Me cuesta sentarme en el sillón del terapeuta, pero intentaré responder. Si alguien se mata, esto es un fracaso social. El suicida, sea por el motivo que sea, no ve ninguna perspectiva. La cantidad de maneras en las que puede vivirse una vida, debería ser lo más variada posible, y debería ser la tarea de una sociedad pluralista ampliar esta cantidad constantemente, no restringir a las personas a un modelo de vida limitándolas. El conformismo es una enfermedad, sus consecuencias son potencialmente mortales. 

–Los discursos en torno a las nuevas tecnologías suelen ser más optimistas en términos de que han democratizado la circulación de la palabra. ¿Por qué se ha perdido la fe en el futuro, como se sugiere en Halcón? ¿Hay tal vez una conexión entre el pesimismo y la tecnología?

–Seguimos esperando a que la tecnología resuelva un problema sin generar uno nuevo. Justamente, la inteligencia artificial, que con cada día que pasa determina más nuestra vida, conlleva una amenaza: el fin del hombre tal como lo conocíamos, con una esencia libre y autónoma. Cuando delegamos nuestras decisiones a los algoritmos, nos movemos en un terreno que acepta un destino arbitrario. La máquina no tiene responsabilidades ni culpas. Decide en base a parámetros que son incomprensibles para los humanos. Aquí nos enfrentamos a grandes cuestiones éticas, que tendrán consecuencias hasta en la ley. ¿A quién condenamos, si un auto automático que es conducido por un algoritmo provoca un accidente? Ya no va a quedar nadie a quien podamos hacer responsable. 

–A veces se dice, medio en broma, medio en serio, que cuando uno observa a los dueños de los perros en una plaza, la sensación que prevalece, en muchas ocasiones, es que es el perro el que saca a pasear a sus dueños. ¿Con los teléfonos móviles pasa lo mismo?

–Eso es muy posible. Al menos, no tengo la impresión de que estas máquinas nos den libertad. Más bien todo lo contrario. Todavía tenemos que aprender a manejarlas. Existen los teléfonos inteligentes desde hace poco más de diez años, su expansión epidémica e invasiva, su éxito arrasador, le dio poco tiempo a la sociedad para aprender cómo manejarlos. No deberíamos caer en un reflejo pesimista de la cultura. Como dije, las máquinas no tienen la culpa, solo son herramientas muy, muy poderosas que aún tenemos que aprender a manejar. Aprender significa análisis, significa intercambio, significa crítica, y recién estamos empezando. Los usamos, pero todavía no sabemos cómo funcionan; y no lo digo solo en el plano ético, sino por sobre todo en el plano dramatúrgico, en el narrativo. En las redes sociales se usan formas narrativas de las que la literatura aprendió mucho. Y aquí la neurofisiología también hizo grandes avances. Ciertas narrativas son ampliamente evolutivas, los usuarios de Facebook y Twitter deberían comprender lo disponibles que están, con qué fuerza responden sus cerebros a ciertas formas y con qué facilidad son manipulables. Justamente aquí es donde veo una gran e importante tarea de los escritores, los eruditos de la literatura, de los críticos. Debemos compartir este conocimiento y ponerlo a disposición.  

–¿Cuán dependiente es Lukas Bärfuss de su teléfono móvil? 

–Hace poco perdí mi celular. Los primeros dos días parecía el infierno, luego el cielo. Crecí en el siglo XX, todavía recuerdo cómo funciona la vida sin un teléfono inteligente. Pero si lo tengo a disposición, lo uso constantemente.

–“La tarea más difícil en estos viajes a lo desconocido es no perder la razón”, dice el narrador de Halcón. La escritura, como viaje a lo desconocido, ¿está más cerca de la locura que de la cordura? ¿En qué sentido cree que el escritor puede estar más próximo o cercano a la locura? 

–Hace poco un amigo que es psiquiatra me dijo que la locura no es un criterio absoluto, y finalmente, es el éxito social el que decide si alguien es considerado loco o no. Especialmente en la política, vemos personas que no son consideradas locas, solo porque tienen éxito con su comportamiento y cuentan con el apoyo de sus semejantes. Sigue siendo mi deber que mi escritura sea entendida por la gente. El que no comprende ni es comprendido, está loco. Y sí, mi literatura emerge del choque de mi imaginario, mi mundo interior, con aquello que acostumbramos a llamar realidad. Cada uno de nosotros pasa la mayor parte de sus días en su imaginación, ahí somos completamente autónomos y estamos completamente solos. Somos los únicos deseantes en el mundo de nuestra imaginación. La literatura es una posibilidad de relacionar este mundo con la realidad.  

–¿Qué pasa con el deseo en nuestras sociedades? ¿Las nuevas tecnologías alientan el consumo, pero matan el deseo?

–Nuestro deseo depende de la forma social. Por ejemplo, la sociedad burguesa necesita del sentimiento de estar enamorados, porque en realidad solo acepta un solo modelo de amor: hombre y mujer en un matrimonio formal. El puerto seguro del matrimonio depende del mar tormentoso de las pasiones para poder legitimarse. Cuando estos modelos rígidos desaparecen, ya no se necesitan los sentimientos en cuestión. O sea que el deseo no será asesinado, pero se transformará. 

–¿Por qué sus novelas y su teatro se vuelven cada vez más políticos?

–No tengo esa impresión. Ya mis primeras obras y novelas procuraron no hacer ninguna diferencia entre poesía y política. Nunca entendí esta separación. Uno está contenido en el otro.

–En Buenos Aires se está ensayando La señora Schmitz, que se estrenará a comienzos del próximo año. ¿Qué buscó al escribir esta obra? 

–Se trata de la transformación existencial, la razón por la cual existe la literatura, su motivo más antiguo y quizás el único. El capitalismo neoliberal reconoció el poder de este motivo, lo denominó “Change Management”. Me interesó qué es lo que pasa cuando un tema tan antiguo como el cambio de género, que podemos encontrar en los mitos griegos, se topa con el mundo de la economía moderna. Y también fue una elegía, un canto fúnebre a algunas personas de mi entorno que pasaron sus vidas luchando por su identidad de género y lamentablemente perdieron esa batalla. Pero creo que también aquí hay esperanza. Los jóvenes desarrollan sus identidades más allá de los modelos tradicionales. La señora Schmitz es por lo tanto, también una obra para ellos, como un estímulo para seguir adelante hacia el desarrollo de posibilidades.