Una nueva creación de Luciana Acuña y Luis Biasotto, dos de los coreógrafos más arriesgados de la escena contemporánea, siempre genera expectativa en el público ávido de experiencias no tradicionales. El cruce de lenguajes (un tejido orgánico de movimiento, actuación, proyecciones, música), el humor absurdo y desconcertante, la creación de mundos oníricos y perturbadores son algunas de sus marcas. En Trampa para fantasmas (el próximo sábado a las 23 es la última función en el Galpón de Guevara, Guevara 326), la dupla retomó un puñado de personajes de un trabajo presentado en la Bienal de Performance 2017, en la Quinta Trabucco en Vicente López. Unos seres absolutamente tapados por una mata vegetal, que generan entre ternura y cierto resquemor, suerte de osos verdes misterioros y lentos. “Nos parecía que tenían mucho para dar, por eso los retomamos en esta obra y decidimos sacarlos de contexto. En Trabucco estaban trepados a los árboles del jardín, camuflados, en cambio ahora están en un espacio donde son visibles, perdieron esa función de camuflaje”, aseguran a PáginaI12 sobre el origen del montaje. 

Nada de naturaleza en escena, en un principio. Por el contrario, una gran mesa rectangular, algunas sillas y cinco intérpretes vestidos de negro y blanco. Sus movimientos son rígidos, como si estuvieran temiendo o escapando, como si quisieran depararecer. Se oyen disparos, ametralladoras. Sentados frente a la mesa, un timbre los habilita para contar, a ritmo acelerado, episodios infantiles sobre distintas maneras de desaparecer, de pasar inadvertidos. Uno le pedía a su madre que le hiciera un brushing para parecerse a su compañerito de escuela de pelo lacio. Una cuenta que ver televisión era una forma de desaparecer, ya que en su casa nadie notaba así su presencia. Hablan rapídisimo, tal como se desplazan sobre y alrededor de esa gran mesa que pasa a ser una plataforma de exhibición. La energía es explosiva, por momento al límite de la potencia y de la velocidad, un sello de muchas de las obras del grupo Krapp, que Acuña y Biasotto crearon en el 2000 junto a otros bailarines, actores y músicos. Hay bailes (flamenco, ruso, aunque distorsionados), corridas, saltos y deslizamientos sobre la mesa, desapariciones progresivas detrás de ella como si los personajes subieran y bajaron por una escalera mecánica. Un juego de apariciones y desapariciones, mientras que a un costado de la escena asoma un personaje verde: todo su cuerpo y su rostro luce como una gran masa vegetal. Se mueve lento, a diferencia del quinteto, y de a poco va ganando protagonismo. 

Si los sonidos de las armas aparecían al comienzo, el imaginario de la guerra adquiere más potencia. Sobre una pantalla se proyectan imágenes y textos sobre los barcos que, en la Primera Guerra Mundial, fueron pintados por artistas cubistas en blanco y negro y con formas geométricas para confundir y despistar a los submarinos enemigos. “Cuando empezamos a investigar técnicas de camuflaje, rápidamente llegamos a la guerra y a ésta en particular. Y nos encontramos con esta unión entre arte y guerra que se dio con los cubistas. Una idea tremenda y muy poderosa que nos atrajo”, comenta Acuña. “Dos polos opuestos, el arte y la guerra, que en ciertos momentos se tocan”, agrega Biasotto. Dos fuerzas, vida y destrucción, que se despliegan también en la escena. El trabajo sonoro es muy rico: una variedad de sonidos naturales, como de algún bosque o selva, mientras unas mariposas encantadoras revolotean sobre la mesa  o una de las intérpretes, en una postura casi imposible, arma un puente para atrás y con su boca toma una flor y camina como un cuadrúpedo. Las presencias se invierten: si en la primera parte había cinco intérpretes vestidos de calle y uno camuflado detrás del traje vegetal, ahora son cinco hombres verdes y una sola chica de vestido rojo. Se suman cascos como de ciencia ficción, luces en lugar de ojos. El ritmo pasa a ser otro: del fenesí del comienzo a la parsimonia de estos seres. “En nuestras obras no hay una linealidad narrativa en el sentido tradicional. Tenés que ir más permeable a las imágenes, a las asociaciones que podés hacer con todo lo que sucede en escena. Relajarte y dejar que eso haga sentido no desde un lugar racional”, sostiene Acuña. Biasotto agrega: “En el momento de crear no ponemos ningun límite. Somos nosotros los que tenemos que estar conformes con el material que va surgiendo. Pensamos la obra como si fuera música. En una melodía no te preguntás por qué entra el piano en cierto momento, por ejemplo. En esta obra jugamos mucho con la abstracción y con lo real. Esto produce un extrañamiento, algo medio siniestro. Trabajamos mucho para que esa presencia nueva, la de los personajes verdes, no resulte forzada”. Hicieron falta unas cuantas funciones para llegar al punto justo: nada fuera de tiempo, todo ajustado. “Es cuando el elenco se apropia del trabajo y no hay desfasajes”, destacan. No conciben la creación en forma individual: resulta de un trabajo en el que cada uno aporta desde su especificidad y escuchando a los demás. Ellos son: Milva Leonardi, Alejandro Alonso, Francisco Dibar, Quillén Mut Cantero, Ana García (intérpretes), Gabriel Chwojnik (música), Matías Sendón (luces), Mariana Tirantte (arte), Alejo Moguillansky (video y textos subtitulados) y Gabriela Gobbi (producción). Miedos, disoluciones, fantasmas y guerras para rearmar las escenas propias y las externas.