Según el profesor de historia del pensamiento económico, el italiano Carlo María Cipolla (1922-2000) autor de la Teoría de la estupidez (Allegro ma non troppo, 1988), existen cuatro grupos de individuos: los inteligentes, que benefician a los demás y a sí mismos; los incautos o desgraciados, que benefician a los demás y se perjudican a sí mismos; los estúpidos, que perjudican a los demás y a sí mismos; y los malvados o bandidos, que perjudican a los demás y se benefician a sí mismos. Si nos atenemos a su ingeniosa clasificación, y la trasladamos al devenir de nuestro patrimonio histórico, podríamos pensar que casi desde siempre hemos lidiado con malvados estúpidos. Algo que no nos debe extrañar pues el propio Cipolla sostiene que resulta prácticamente imposible evitar el contacto con ellos y que, incluso habiéndolo conseguido, a menudo los subestimamos o bien sobrestimamos nuestra capacidad para hacerles frente.  Por mi cuenta agregaría que, por lo menos en algún momento de nuestra vida, todos nos parecimos a uno  de esos grupos de individuos.   

Pero, focalizándonos en los malvados estúpidos, se trata de la especie dominante en el zoo de personajes que ataca al patrimonio local. Su condición no reconoce banderías políticas ni partidismos. Sin excluirlos, ellos colocan el YO por sobre cualquier devenir terrenal que intente apartarlos del beneficio propio como meta sublime.  Son hijos del más crudo individualismo y profesan un materialismo deshumanizante. Esto dicho sin ánimo de demonizar sino como mera descripción de sus atributos. Por fortuna, las malas noticias para ellos se han multiplicado en los últimos tiempos: el patrimonio ha dejado de ser una cuestión de pocos e involucra cada vez más sectores comprometidos con su cuidado y recuperación. Tampoco es para idealizar (descorches) ni caer en voluntarismos vanos (no se puede combatir la estupidez humana sólo con buena voluntad) pero, para quienes transitamos los años que van del desarrollismo setentista a los neoliberales ´90, el clima de hoy es decididamente mejor.  

Aún a pesar de los estúpidos y de que todavía siga siendo una rareza recuperar el patrimonio para respuestas sociales,  como por ejemplo rehabilitar arquitecturas industriales desactivadas para vivienda popular o equipamientos comunitarios. Y que se siga privilegiando invertir en turismo top y equipamiento cultural, antes que generar empleo y capacitación para sectores de la propia comunidad y resolver sus necesidades básicas. 

¿Qué mejor forma de recuperar el patrimonio que el de un proyecto que exprese los valores de su gente? La misma que da razón a su existencia.  A pesar de los avances, abundan propuestas que colocan al lucro por sobre el afianzamiento de la personalidad cultural de una comunidad.  Es que los estúpidos malvados se empeñan en mostrar a estos valores en contradicción con el espíritu globalizador. Casi solo como folklore y artesanía de ocasión. Otra de sus falacias. 

Ajenos a los valores culturales, sus proyectos representan una sociedad falsamente opulenta que dilapida los escasos recursos disponibles. Desde esta columna nos referimos a ellos en “Habitar el patrimonio”. 

“Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”, decía Einstein. Por estupidez, tanto como por ignorancia, mediocridad o desidia, se ha destruido mucho patrimonio. Procuremos que el eco perpetuo de la estupidez no siga sonando en los oídos de funcionarios, profesionales y técnicos. Para lograrlo, créanme, no caigan en el remanido “No tengo tiempo para estupideces”.