El llamado boom folklórico de los años 60 se va quedando sin testigos. Con la muerte de Horacio Guarany queda arriada además la bandera de cierta intensidad inflamable que ponía tanto ardor en la defensa del obrero como en la descripción del rostro de una mujer. Mucho antes de haberse dejado devorar mansamente por el personaje, Guarany ya había compuesto algunas de las canciones más hermosas de la música argentina. Fue un protagonista clave y desbocado de muchas de las contradicciones del folklore, esas tensiones nunca zanjadas entre el oro y el barro, el paisajismo y el humanismo, la canción romántica y la testimonial. Como dice José Larralde: “Algún día hay que dejar claro si se le canta al peón o si se le canta al dueño de la estancia”. A pesar de sus zigzagueantes posiciones políticas –un clásico de los grandes ídolos populares, empezando por Gardel–, Guarany le cantó al peón, al jornalero y, ya acercándose a la ciudad, a “la villerita”.

Controversial omnipresencia en la música de raíz del último medio siglo, el furor popular que provocó como intérprete desaforado y aguerrido tapó de alguna manera esa obra compositiva con instantes maravillosos. Ahí están sus himnos propios o compartidos, como aquel que escribió junto a Tejada Gómez y que sintetiza de una manera extraordinaria, sintética y psicológica un aspecto poco abordado de la tragedia argentina: “Estamos prisioneros, carcelero / Yo de tus torpes barrotes/ Tú, del miedo”. 

Amaba la buena poesía –Lorca, Gelman, Nicanor Parra– y el Martín Fierro. Ostentaba la ladina sabiduría del Viejo Vizcacha. Debajo de su homofobia, de su sexismo, de su escatología –parte tal vez del personaje público que él mismo construyó– se agazapaba un titán en el ring que elegía contrincantes pesos pesado. Se peleó con todos: desde Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui hasta, enterito, todo el rock argentino. Con Yupanqui mantuvo un tiroteo de payadores. En una época que desde el mismo corazón del folklore lo acusaban de cantar mal y de gritar, se sintió aludido por unos versos de Atahualpa. Yupanqui había escrito en “Milonga del solitario”: “Siempre bajito he cantao, porque gritando no me hallo/ Grito al montar a caballo, si en la caña me he bandeao/. Pero tratando un versiao, ande se cuenten quebrantos/ Apenas mi voz levanto, para cantar despacito/ Que el que se larga a los gritos/ No escucha su propio canto”. Guarany respondió con “El hombre es pura arenita”: “Es triste llegar a viejo, resentido y amargado./ Hablar mal de los amigos no es de esta tierra, cuñao/ Quien no tenga mucha voz, mejor que cante bajito/ Hay que tener muchas agallas, para cantar a los gritos”.

Se consideraba cantor y no cantante; guitarrero y no guitarrista: esa diferenciación fue, tal vez, su posición ideológica más clara. Venía de la matriz de Buenaventura Luna y se deslizó por el surco abierto entre un rancio chauvinismo y el internacionalismo fugaz que le dio su paso por el Partido Comunista. Esa afiliación lo nutrió de un decisivo caudal cultural teórico y también le dio cierto roce con personalidades imprevistas. Fue amigo del Juan Gelman de Violín y otras cuestiones, de Armando Tejada Gómez, de Nicolás Guillén. Curtió una bohemia fuerte y, debajo de su figura carismática y asimismo áspera y taimada, escondió una generosidad de la que pueden dar cuenta decenas de artistas, entre ellos Luciano Pereyra, Soledad y el Chaqueño Palavecino. También un santiagueño en llamas y algo hippie que ya no está, a quien bautizó con un alias perfecto y proyectó hacia la renovación folklórica de los 80: Jacinto Piedra. Antes, corrido por la Triple A, se radicó entre 1974 y 1978 en México y en España. Fue uno de los más solidarios con los argentinos que iban sumándose en el exilio. En México tuvo una barra blindada por la que rotaban Luis Brandoni, Nacha Guevara y luego Héctor Cámpora, entre otros. En España consolidó una fuerte amistad con Carlos Alonso.

Creó una mitología alrededor del vino. La cantidad de clásicos que lo mencionan resulta desopilante: “Volver en vino”, “Recital al vino”, “Coplera del vino”, “Guitarra, vino y rosas”, “Los vinos de mi tierra”, “De tanto beberme el vino”, “Por la andadura del vino”, “El vino aquel” y el elocuente “Me gusta chupar vino”. La historia que cuenta que de su casa salía tinto de las canillas y cierta puesta en escena de su esencia de cantor bolichero, terminaron de definir un personaje pintoresco y algo previsible. En su viaje a la Unión Soviética de 1957 se topó con la obra del persa Omar Khayyam y descubrió que el vino podía tener una poética. El contaba que su pasión por el alcohol venía de muy chico, cuando notaba cómo cambiaba su padre –un hachero indio, explotado por La Forestal– cuando tomaba una copa: “Se ponía cariñoso, podíamos conversar”. Horacio Guarany paró con los excesos etílicos mucho antes de lo que proyectaba su caricatura. A principios de los 90 tuvo un ACV que influyó en su canto: empezó a arrastrar aún más el fraseo. Lo que parecía un derrape etílico era en verdad puro posibilismo. Cantaba, como decía Goyeneche, con el interés y no con el capital. Ya había sido devorado por el personaje.

El escenario era su domicilio: se desenvolvía como una tromba y combinaba su temple de artista abigarrado y fogonero con una destreza comunicativa sin fondo, como de stand up telúrico. Fue sinónimo de Cosquín, festival que llegó a definir como “La Salada del folklore”. Podía maltratar a sus fans y decir que los rockeros son todos drogadictos. Parecía inimputable. 

Nunca fue comprendido en Buenos Aires y en otros centros urbanos. El pueblo lo amó. Tenía 91 años, y van a pasar otros tantos para desentrañar los misterios de su dimensión artística y simbólica.