A Sergio Wolf le gustan los enigmas. Así lo demostró rastreando, junto a Lorena Muñoz, las huellas de la cantante de tango Ada Falcón hasta un remoto asilo de ancianos cordobés en Yo no sé qué me han hecho tus ojos; viajando hasta el norte argentino y Estados Unidos para saber cuáles son los intereses de los buscadores de meteoritos para El color que cayó del cielo, y obsesionándose con reconstruir qué había dicho Falcón en una entrevista cuya pista de sonido se perdió durante un accidente, punto de partida para Viviré con tu recuerdo. Ese interés ahora vuelve a manifestarse en Esto no es un golpe, con la diferencia de que aquí el enigma no es un destino, una motivación o una charla, sino una historia completa. Más precisamente, la del alzamiento carapintada ocurrido durante la Semana Santa de 1987. Y para comprender una historia completa es necesario fragmentar, ordenar, profundizar, investigar y, sobre todo, preguntar. Preguntar mucho, muchas veces, a muchos. A todos los involucrados, en la medida de lo posible. 

El tercer largometraje en soledad de Wolf descansa sobre esa pulsión por la búsqueda de respuestas. De allí que tenga una extraña virtud en tiempos de grieta, entregándose a la escucha de puntos de vista opuestos sobre una misma situación sin caer en agresiones o menosprecios, entiendo que no compartir una mirada con un entrevistado no es motivo para anular la validez de sus dichos. Es, sí, una escucha agazapada, con la repregunta siempre lista para indagar sobre un dato faltante o una contradicción. Así, si en sus películas anteriores Wolf operaba como un detective con cámara en lugar de lupa, aquí se pone en la piel de un periodista informado y ágil, atento al detalle y con la lengua veloz para llegar al hueso de la cuestión. De esos choques dialécticos salen varios de los momentos más jugosos de un film que durante dos horas traza un rítmico, pormenorizado y rigurosísimo recorrido cronológico de lo ocurrido en aquellas Pascuas.

El film toma como punto de partida el momento de ese domingo en el que Raúl Alfonsín se asomó al balcón de la Casa Rosada para pedir que lo esperaran mientras iba a Campo de Mayo, para luego desplazarse hasta algunos meses atrás y situar el origen de los episodios en el malestar de los sectores medios de las Fuerzas Armadas, que veían cómo el sistema judicial empezaba a cercarlos luego del Juicio a las Juntas. Todas las voces, de todos los sectores, tienen su lugar. Y a todos se los escucha con la misma atención. Están los miembros más importantes del gobierno de Alfonsín, como su canciller Dante Caputo, el portavoz presidencial José Ignacio López, el ministro de Defensa Horacio Jaunarena y el edecán Julio Hang. También los ex militares Guillermo Breide Obeid, Pedro Mercado y el inefable Aldo Rico, que con su estilo bravucón y canchero se inscribe como un villano perfecto para un film que podría definirse como un thriller político y polifónico enclavado en lo real.

Pero hay una gran figura ausente en este crisol de voces. Una voz fundamental, en tanto pertenece al otro gran protagonista de la Semana Santa de 1987. Al protagonista “bueno”. Wolf trae a Raúl Alfonsín al presente desde el recuerdo de sus subordinados y un largo recorrido por la estancia que usaba como refugio. Tanto en ese lugar como durante las entrevistas con quienes participaron activamente de esas jornadas, la cámara se detiene en pequeños detalles que aportan a la construcción de la personalidad de quien habla: una insignia militar, un libro o una foto pueden decir más que muchas palabras. En ese sentido, el film evita caer en la clásica puesta en escena de los documentales con “cabezas parlantes” proponiendo un diálogo directo con esos objetos y con los espacios actuales donde treinta y un años atrás la democracia se asomó nuevamente al abismo. Espacios en su mayoría vacíos y silenciosos en los que resuenan los ecos de la Historia.