Ellos se ahogaron y el pueblo no volvió a ser el mismo. Como si esa suerte de exilio manso hubiera quedado manchado por la tragedia. En Los nadadores, Laura Santos ensaya una dramaturgia detenida, la de aquellxs que decidieron salirse del mundo y vivir en el remanso de Ester, un lugar donde la mayor diversión es el intercambio de objetos.

En la puesta se acoplan las imágenes filmadas, como una suerte de extensión del espacio, con un territorio escénico que marca el presente. En la convivencia de esos tiempos simultáneos, donde se puede ver el afuera y lo que va a venir, los personajes se mueven con una angustia exaltada. No se sabe muy bien si son felices en ese retiro elegido. Laura y Sara quieren que algo les pase a sus cuerpos jóvenes y no tienen problema en estamparle algún beso a Cecé para negar, después que se trate de un beso de verdad. Algo similar hace Vilma con Bertó, es que en este pueblo las mujeres parecen enamoradas y los hombres tienen demasiadas vacilaciones. También es un lugar propicio para inventar historias. 

Vilma quiere apoderarse de la tarea de la escritura y para eso debe recuperar esa máquina de escribir que prestó para el juego insulso del intercambio en el que ningunx de los participantes, salvo Bertó, cree demasiado. Redactar las fichas de estxs nuevxs habitantes es para el personaje que interpreta Paula Satafollani la posibilidad de ejercer cierto control, de dejar una marca de autoría mientras los días pasan y Bertó, el personaje que está a cargo de Juan Castiglione la interrumpe con su determinación castradora. Le esconde la máquina de escribir a Vilma, no envía las cartas que Cira acumula a montones y tampoco le da mucho espacio a Cecé para sus fabulaciones. El joven recién llegado quiere inventar, cambiar los hechos, ser una suerte de falsificador de esa realidad que Vilma se propone documentar. La escritura de Cira se dirige hacia un afuera, busca convencer a lxs posibles nuevxs habitantes de Ester de intentar forjar ese pueblo desde las tareas más dislocadas. Encontrar una ocupación se convierte en un objetivo un tanto equívoco. Huir de la ciudad pero no saber muy bien qué hacer con ese tiempo donde nadar se convierte en una acción estructurante.

Si toda comunidad necesita de un mito, este grupo asentado en Ester se siente hermanado por la culpa de no haber sabido rescatar a los nadadores. Tres muchachos musculosos y muñidos de todo el equipamiento del nado que pensaron (como en un cuento de Horacio Quiroga) podía ganarle a la magia insolente de la naturaleza. 

En esa maleza de nutrias, en ese aprendizaje de los apareamientos, esta hermandad un tanto alterada por las posesiones y los amores no correspondidos, busca algo que la distinga como si no pudiera desligarse de la opacidad escondida en cada biografía .Esa que Vilma escribe casi como una caja de secretos y a la que los personajes van como un oráculo, una confesión interminable. Porque después de todo lo que buscan es hablar, contarse algo, descubrirse de a poco y llorar porque no saben muy bien lo que quieren.

Laura Santos construye algo así como una novela que podría alargarse desde el punto de vista de cada personaje porque es la voluntad de cada unx la que tiñe la trama de cierta indeterminación, como si la acción pudiera ir hacia cualquier parte o como si la directora y autora lograra un realismo iluminado por el sol reflejado en el río.  

En todxs hay una soledad que se disipa en esas entradas al galope, en esa espesura de los cuerpos que Julieta Caputo y Antonella Saldicco desgranan en todo lo que no dicen. Una escritura de los cuerpos, del deseo encendido, de esa fiesta que reclaman porque están convencidas que solo la música va a salvarlas.

Los nadadores se presenta los miércoles y sábados a las 21 en Zelaya.