La literatura de José Eduardo Agualusa es claramente mestiza: escrita en portugués pero apoyada sobre ideas, esquemas y planteos africanos. En general, sus novelas están marcadas por el uso de una cantidad de voces narradoras muy variadas y una prosa aparentemente clara, fácil de seguir, que sin embargo, explora en profundidad situaciones, personajes y lugares en tres continentes, África, Europa y América del Sur. Algunos de sus libros son deslumbrantes en todos los niveles; en otros, en cambio (y La sociedad de los soñadores involuntarios es uno de ellos), aunque ciertos pasajes poseen una belleza infinita, hay momentos demasiado obvios, tal vez hasta demasiado simples, que trabajan en contra del esquema general. En este libro en particular, Agualusa utiliza uno de sus métodos preferidos: una voz narradora central que se va asomando a cientos de historias de otros, algunas contadas también en primera persona. Así, la novela va abriendo pequeñas ventanas hacia el mundo y describiendo, una tras otra, vidas humanas muy diferentes con un grado impresionante de exactitud y detalle, y una capacidad especial para hacer una pintura bellísima tanto de la alegría como de la crueldad y el dolor. 

Ese esquema general es muy inteligente y el lenguaje con el que se arman las piezas tiene una densidad poética difícil de igualar. En esa poesía se sostienen también las reflexiones generales –filosóficas, sociológicas, políticas, estéticas– que aparecen en boca de los distintos personajes. Como corresponde a un autor occidental del siglo XXI, parte de esas reflexiones examina el tema del arte. Agualusa explica sus intenciones dentro de cada novela; como tantos otros, muestra el otro lado de la trama de su literatura. En este libro, por ejemplo, afirma que el arte (tanto el literario como el fotográfico) necesita “romper el sentido común de las cosas”, que debe ser incómodo, sacudir los esquemas.  

Agualusa lo hace constantemente. La “sorpresa” que causan las relaciones humanas (y las personalidades) de todo tipo es constante en esta novela. Y aquí hay todo tipo de relaciones: de amistad, de amor, de admiración, de odio, de deseo, de indiferencia, todas imprevisibles porque nadie es lo que parece; porque todos son eso y muchísimo más. Como le escribe una mujer al narrador: “No soy la persona que estás inventando en tus poemas. Soy una persona que no podrías inventar. Estoy más allá de tu imaginación”. Cierto: nadie es capaz de inventar ni de conocer realmente al otro, pero, en el mundo de Agualusa, imaginar a ese otro también es importante: sin ese “imaginar” no hay amor ni sueño posible. 

Y por otra parte, ¿cómo se cuenta un encuentro? ¿Quién lo cuenta? Porque la narración varía enormemente según el punto de vista. Por eso, en la red de historias que se teje en La sociedad de los soñadores involuntarios, hay muchas versiones diferentes de algunos sucesos y jamás se llega a una conclusión sobre la supuesta “verdad” de lo que pasó. 

Dentro de los relatos, aparecen posicionamientos políticos que se repiten en otros libros de Agualusa: un odio profundo a la crueldad humana y a los abusos de poder (aquí, al régimen de Angola, que tortura, persigue, encarcela, golpea y asesina); una visión negativa de toda violencia, incluso la que intenta construir una resistencia al régimen; y un apoyo constante a las protestas pacíficas y las huelgas de hambre estilo Ghandi (tal vez en ese punto en particular, sería bueno leer esta novela en contrapunto con la bellísima El dios de las pequeñas cosas de Arundhati Roy, autora de la India, cuya posición es casi opuesta). Por supuesto, estas ideas políticas pueden ser contradictorias: por ejemplo, aquí se ataca bastante al régimen cubano y al mismo tiempo se critica la pobreza africana y se describen los traumas que causa la desigualdad.  

Todos esos hilos giran alrededor de un centro marcado ya desde el título: el tema de los sueños. Como se dijo al principio, el arte de Agualusa quiere “romper el sentido común”, y a esta altura del análisis habría que preguntarse de qué “sentido común” hablamos. Sin duda, en cuanto a los sueños, el que se rompe aquí es el “sentido común” de las culturas occidentales europeas. Para esas culturas, la vida humana es la vida en vigilia pero Agualusa apela a la idea que tienen de los sueños los pueblos africanos. En esas visiones no binarias del mundo (compartidas por los pueblos originarios de América), no existen las oposiciones que construyen las culturas europeas entre vida y muerte, bien y mal, humanidad y naturaleza, vigilia y sueño. Aquí, ambos reinos, el del sueño y el de la vigilia, se atraviesan, se comunican, se relacionan, se modifican. Y en La sociedad de los soñadores involuntarios, la relación entre ambos va aumentando y estalla al final en un “sueño” común muy  político, una “utopía” que se levanta desde el sueño hacia la vigilia contra la violencia cruel que Agualusa siembra en escenas muy poderosas de una contundencia impresionante. En este caso, el planteo final destruye en parte esa construcción pero algunas de las historias, algunos de los sueños, quedan en la memoria como pequeñas joyas literarias.