Me acuerdo como si fuera hoy. Es marzo del 2009. En Chos Malal, donde viajo con el educador Nano Balbo, nos recibe la compañera Mari en la casa recién inaugurada por la CTA. Orgullosa y contenta, Mari nos muestra la casa nueva. Me llama la atención una pared blanca con una sola foto: Osvaldo Bayer en la puerta de esa misma casa, recién estrenada. Bayer estuvo acá el año pasado. Antes, un profesor de literatura había programado La Patagonia Rebelde como lectura obligatoria. Después de un diálogo con una audiencia nutrida, las pibas y los pibes se abalanzaron a pedirle que les firmara sus libros. Antes de firmar y dedicar, Bayer les preguntaba a los pibes qué habían leído, hasta qué parte habían llegado. Un compañero lo interrumpió a Bayer: lo esperaba un asado. Pero al escritor no le importaba tanto el agasajo como hablar con los jóvenes, escucharlos, averiguar qué pensaban, cambiar ideas.

Me demoro ante esa foto de Bayer. No hay pueblo de la Patagonia por donde uno pase que antes no haya estado Bayer. Pienso en Tolstoi: quería ser recordado antes como autor de libros de lectura que como el autor de Ana Karenina y Guerra y Paz. No creo equivocarme: hay algo tolstoiano en Bayer. Mientras en los ámbitos tilingos de lo académico y lo palermitano se discute el sentido de la literatura, sin hacer alharaca, Bayer recorre la Patagonia, anda por los pueblos más chicos, conversa con sus lectores y prueba que la literatura puede ser otra cosa: una causa. Que los trabajadores puedan encontrar su voz y, al encontrarla, afirmar su identidad.