Nadie debería morir. Pero menos aun los dioses o los marcianos, seres de otras dimensiones que chisporrotean a unos metros del suelo para desaparecer como el hada Campanilla. Pasajeros sin identidad.

Hoy hay coincidencia en que era hermoso, veloz, luminoso, leve, socarrón, elegante, vanguardista, dandy, determinado, penetrante, humoroso, persuasivo, que sus ojos lo decían todo, escuchador, líder, reservado, valiente, gracioso y sobre todo inteligente. 

Razones suficientes para ser resistido y hasta odiado. 

No deja de ser gracioso que todo lo que irritaba 40 años atrás metamorfoseó ahora en un mérito. ¿Habrá sido un éxito de la política cultural que practicaba Federico?

Hay dos adjetivos que sin embargo nadie le atribuye: frívolo y loca. Una gran loquesa como diría María Moreno, que llegó entre las primeras a ver el show “Recrudece” en el Olympia en 1982, como si su presencia fuera lo más natural en ese público adolescente.

Estas semanas me acosaron las demandas de recuerdos para el trigésimo aniversario de la muerte, sí, de la muerte de Federico Moura. Uno no querría pronunciar esa palabra pero los eufemismos son peores: el viaje, la partida, la permanencia eterna.

Contesté que todo lo que tenía para decir ya estaba en las letras, en las entrevistas, en los libros. Pero querían anécdotas, reliquias, declaraciones directas, unas palabras “tuyas”. Federico es ya una entidad de virtudes religiosas.

La imagen de Federico y su mayor creación, Virus, no dejan de agigantarse en el desván de la memoria, como si en lugar de deshilacharse, los sentidos de su vida y obra se multiplicaran.

La célebre jugarreta del destino hizo que desde su bautismo Virus fuera más que un grupo musical, un pronóstico sobre las acechanzas que esperaban a quienes quisieran adueñarse de sus deseos, de sus cuerpos pero también de la multiplicación fabulosa de sus conceptos. El carácter anticipatorio de sus valores estéticos y culturales.

Ese carácter viral es un componente central del carácter mítico de la figura de Federico.

La otra cuestión decisiva es lo que James Dean –un poquito parecido a Federico– llamó “el bello cadáver” que debe dejar un artista. Allí reside tal vez la misión que se autoasignó quien mucho antes de su fatal situación ya llamábamos Santa Federica.