Hace unas semanas, me encontré en Facebook con una frase que decía en portugués: “Hacer las paces con tu cuerpo es una revolución” y me interpeló. ¿En qué momento de la relación con mi cuerpo estoy? ¿Cómo era antes? Crecer con rulos frizados -termómetro por excelencia del nivel de humedad en Buenos Aires- significó una infancia y adolescencia signada por la voz de las mujeres de mi familia biológica: una parte de mi cuerpo no estaba bien. No bastaba con estar pendiente de mi tendencia a engordar para encajar en un canon de belleza anhelada, sino que además debería ir absorbiendo saberes de antaño compartidos por las mujeres con rulos que incorporaría como parte de rutinas, al calor de los avances de la industria del cabello que prometían a futuro que ya no serían necesarias la toca, y el planchado con plancha y papel, todo para evitar como decían mis compañeros de la primaria que mi pelo sea un “nido de horneros”.  Así crecí con la misión personal de domesticar un pelo que, por naturaleza, sin intervención lo percibíamos inevitablemente como desalineado, desprolijo, descuidado. Me esforcé por encajar en la moda del jopo -a finales de los ochenta y principio de los 90- sin éxito pero me esperancé cuando aparecieron las nuevas cremas para peinar que me permitían amigarme de a ratos con los rulos, alternando con el uso de esa planchita ultra Slim ionizada comprada con uno de mis primeros aguinaldos, que sentía que me liberaba por momentos de peinarlo hasta estirarlo, de atarlo, de trenzarlo y cubrirlo cuando me agotaba.

En algún momento leí “…la herida que se abre en la infancia, se hace insoportable en la adolescencia y algunas la curan ya de adultas…”, también leí que temas sociales y de política nada tienen que ver con el pelo de las personas, ambas frases me quedaron resonando… ¿Cómo fue que encaré la tarea de hacer las paces con mi cuerpo? Fue de adulta y es un proceso no finalizado, entender que el verdadero problema es que nuestra sociedad es racista, que niega e invisibiliza algunos cuerpos que no encuadran en un canon de belleza blanco normativo, es un hueso duro de roer, que alivia a nivel personal a mi entender, al mismo tiempo nos llama a posicionarnos frente a eso.

El pelo con rulos no tiene buenos o malos días, traducido en mucho o poco frizz, el pelo es parte de nuestro cuerpo político, presente en un contexto, portador de una identidad. Hacer las paces con él fue el primer paso para comenzar a autopercibirme como afrodescendiente, en un país que se empeña en borrar los rastros de ese pasado y presente. Somos personas que estamos aprendiendo a mirarnos, a reconocernos en clave orgullosamente negra. Y hoy, con rasgos mixturados, nos volvemos visibles para quien se quitó el lente racista y está dispuestx a mirarnos.

En cada época, hay procesos socio-políticos que cuestionan la realidad. Hay luchas, movimientos sociales, que facilitan u obturan diálogos, que ponen de manifiesto tensiones, contradicciones. Pienso que los feminismos, en especial la marea feminista latinoamericana, es uno de los fenómenos contemporáneos que logra poner de manifiesto la necesidad de desterrar la presión blanco-normativa del canon de belleza y de lo aceptado socialmente, entre otras, como condición necesaria para la caída del patriarcado. La presencia de los feminismos negros en la lucha hoy reactualizada, nos permite habitar esa tensión, desarmarla a nuestro favor, suministrándonos la base para reconocernos entre nosotres, concediéndonos la posibilidad de mediar entre nuestro cuerpo y nuestro sentir político cuando estos se encuentran escindidos. Hoy, al abrigo de la lucha feminista, un sticker que me regaló una amiga andaluza, que luego se volvió remera, porta una consigna que marca a mi entender una certeza como idea -fuerza: “la revolución no será alisada”.

Julieta Luque. Integrante de la Asamblea JB Justo y de Ni Una Menos