Ah, las fiestas. Felices fiestas. Nos vemos en las fiestas. Qué lindas fiestas. Uno vive algunas cosas como si hubieran existido desde siempre y no hubiera sido creada por el hombre con algún fin: venderte algo, por ejemplo, o mantenerte entretenido hasta la idiotez y luego venderte algo. El resultado concreto es que de las fiestas salimos gordos, cansados de la joda, con más alcohol en la sangre de lo aconsejable y sin un mango porque nos gastamos lo del mes en días. 

Es que a uno le gusta hacerse el Enrique VIII, que además de enamoradizo era capaz de gastarse los impuestos del año (una verdadera fortuna) para celebrar una navidad, según dicen la del 1509. Era el primer año de su reinado y quería causar impresión así que se mandó una festichola de doce días que incluía colas de castor a la parrilla y carne de ballena, porquerías que en ese momento eran consideradas manjares.

Por muy pagano que uno sea, es difícil sustraerse al influjo de las fiestas, sea porque te cae la suegra de visita, sea porque es la oportunidad de ver amigos perdidos en los caminos de la vida. Y más de una vez, después de un par de copas extras, te ves festejando cosas en las que no creés. Será por eso (entre otras cosas) que los nazis odiaban la navidad, además de que odiaban celebrar el nacimiento de un judío. Por eso intentaron instalar el "Julfest", el nacimiento del "niño solar", mito de reminiscencias romanas y de la deidad persa Mitra. Así, el niñito Jesús se convertía en un adorable bebé de raza aria, de cachetes coloradotes y rubio por donde se lo mirara.

Dicen que fue el griego Celso el que instaló la navidad en el imaginario literario, aunque su posición era crítica porque decía que morir en la cruz era indigno de un ser divino. La iconografía que llega hasta nosotros se la debemos mayormente a Dickens y su cuento "A Christmas Carol", de 1843, conocido como "Cuento de Navidad" o "Canción de Navidad". Fantasmas visitan al usurero Scrooge para mostrarle lo que perdió por culpa de la avaricia. El espíritu de la navidad se impone y el milagro se hace realidad: Scrooge cambia. En ese cuento está todo lo que un chico dibujaría si se le impusiera el desafío: el árbol, la comida, la celebración y la transformación de la mezquindad en amor o amistad. 

Las fiestas nos dan la oportunidad de mostrarnos mejor de lo que somos. No importa lo sucedido durante el año. Son una chance de redención de las injusticias y los malos momentos que ocasionamos a los otros. Si hasta el circunspecto Lutero, capaz de pelearse con el papa y el emperador, se habría dejado conmover con las navidades y hay quién dice que habría inventado la ornamentación del arbolito cuando, inspirado en las estrellas brillando en las ramas de los árboles cubiertos de nieve, cual estrellas de Belén, taló un árbol y lo decoró con velas, nueces y manzanas. Qué ternura.

Otra buena de las fiestas es que durante esos días los argentinos somos semejantes (ni peores ni mejores) que los otros habitantes de más de ciento setenta países del mundo que celebran la navidad y afines. Y podemos mandarle cartitas a Papá Noel, y en caso de que uno esté muy colonizado, podemos mandársela a Santa Claus para que el correo las lleve a Santa Claus, Indiana, donde voluntarios responden las cartas. Gente grande.

Las fiestas son alegres para algunos y triste para aquellos que han perdido seres queridos o los tienen lejos. Sin olvidar que es una celebración religiosa escondida en la maraña propuesta por la mercadotecnia que ha elegido estas fechas como las más importantes para regalar y recibir regalos. No solamente Cristo llega por esos días para salvar al hombre. El hombre y su capacidad de consumo también llegan para salvar empresas y tarjetas de créditos, que apuestan a compensar un mal año o a hacerlo aún mejor.

Así, al menos, podemos hacer felices a los comerciantes, bancos y fabricantes de porquerías porque según estadísticas es en diciembre donde se realizan la mitad de las compras del año. Sin ir más lejos, en USA se venden más armas en navidad que durante el resto del año. Si anda por ahí, tenga cuidado al usar la palabra cohete, rompeportones o semejantes.

A la mezcla de religión, sentimentalismo y mitología no podía faltarle, claro, un toque de política, como el de García Márquez en Estas navidades siniestras, un relato publicado originalmente en la Revista de Cubana de Aviación en 1993. Dice: "Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar (…) Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noel de los franceses (…) Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones".

Pero las fiestas terminan y uno anda los días posteriores con ganas de prenderle fuego a todo. Para colmo la resaca. Y la realidad que se acerca con sus compromisos. La realidad que es más dura que nunca. Visto así, quizá la pausa fue buena, una forma de descansar para reemprender el camino de las responsabilidades de cada día. Esperando que la próxima vez que el niño Dios nos visite nos traiga regalos y cambios. Así daría gusto brindar y brindar.

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