En 1963, en sus Diarios, John Cheever se preocupaba acerca del origen de sus tribulaciones: ¿Es mi familia o la familia humana? Y tiempo después: ¿Quién quiere enamorarse? ¿Quién puede desear la espera de una voz, unos pasos, una tos? ¿Quién lo desearía? En esa época se reprochaba: Mi estilo será siempre en cierta medida prosaico.

Cada tanto releo sus anotaciones. Y trato, aunque no lo consigo, de escribir un cuento que esté a su altura. Aunque no lo logre, uno de los placeres de este oficio consiste en medirse con los muertos. Una competencia post mortem. Así, con este ánimo desflecado pero, valga la paradoja, tonificante, cada tanto escribo cuentos, que se juntan sin apuro y vienen integrando una colección que titularé El sufrimiento de los seres comunes. Lo de comunes va porque sus protagonistas, si no son exactamente mis vecinos, se le parecen. Son, si lo quieren, mis semejantes de la desplumada clase media, a la que pertenezco y deploro. Seres flanqueados por un peligro que, muchas veces, no proviene tanto del exterior como de sus corazones.

Es extraño volver sobre lo que uno escribió y reconocerse. Un ejercicio de deconstrucción íntima no siempre reconfortante. Arriesgarse al miedo y también a la vergüenza, de esto se trata. ¿Cuánto hay de uno en cada historia? ¿La volveríamos a escribir? ¿La volveríamos a escribir tal cual? ¿Seríamos capaces de escribirla mejor? Y también, la pregunta que no tarda en venir: ¿Quién era uno cuando la escribió, quién es ahora? Es probable que me gustaría ser otro, no el que soy ahora. Ninguna novedad: el pasado angustia porque ya fue y el futuro porque es inescrutable. Así nos perdemos el presente. En una de esas, escribir es la estrategia adecuada para respondernos estos interrogantes. 

Me resisto al pesimismo, sin embargo… Me acuerdo de una frase de Patricia Highsmith: Lo mejor que podía esperar era lo peor. Me pregunto si esta no es acaso una máxima de autoayuda que la clase media debería asumir en su vida cotidiana. Estas ideas, las de Cheever, las de Highsmith, me digo, a la hora de escribir un cuento me resultan normativas y, a la vez, en su ortodoxia, devienen linternas. A menudo escucho las paredes, hablan. También la calle, los bares, los hospitales, las terminales. Hay que parar la oreja, hermanito, me dijo una vez Viñas. Y ver también qué hay en los otros de uno y viceversa. Pero también me puede un afán de comprensión. Averiguar quiénes somos en los otros. Escucharlos, escucharse, también es parte del espionaje.

Les cuento una que escuché.