“Vamos hacia el infierno”, dice uno de los pescadores a bordo del cangrejero Hakku Maru, un maltrecho, hediondo y siniestro buque factoría que zarpa desde Japón con destino a la siberiana península de Kamchatka, custodiados por un destructor. Takiji Kobayashi consigue en Kanikosen, en menos de 150 páginas, un relato de explotación y horror cuya tensión no afloja desde la primera línea. Entre otras razones, porque la promesa de ir hacia el infierno se cumple inexorablemente. ¿Qué barco es el Hakku Maru? “Uno de esos barcos lisiados con honor en la guerra ruso-japonesa, barcos hospitales o cargueros tirados como si fueran entrañas de pescado con una silueta fantasmagórica.” Su tripulación también es fantasmagórica. Y las tragedias que debe atravesar espeluznan cuando se repara que esta novela tiene más de crónica que de ficción.

Allí donde el capitalismo hace crac, Kanikosen reactualiza su crítica. Entonces, todo esfuerzo de objetividad es necio. Publicada originalmente en 1929, en 2008, en el aniversario de la muerte de su autor, se convirtió en un best seller imprevisible. 600.000 ejemplares publicados de la novela, 200.000 en su edición manga. Para tener en cuenta, sus dos adaptaciones cinematográficas: en 1953, por So Yamamura y en 2009 por Sabu, director de culto de las nuevas generaciones de cinéfilos.

Kanikosen refiere una historia siniestra y despellejada. El Hakku Maru contiene entre sus cuatrocientos tripulantes, pescadores veteranos y brutales en su mayoría, apestando a sake, muertos de hambre empujados a esta faena por la necesidad, y también numerosos estudiantes pobres y chicos inexpertos que irán padeciendo los rigores del terror y la vejación. Porque a bordo, extrañando una mujer, los chicos son el consuelo sexual de estos hombres animalizados que provienen del campo, de las minas, de las fábricas. Condenados a jornadas sin descanso a todos sin excepción, los amenaza el castigo y la enfermedad. Violencia desquiciada, mentes aturdidas. La paliza y el encierro en un retrete en caso de desobediencia. El beri beri como consecuencia del debilitamiento extremo. Por la noche el patrón, alumbrándose con una linterna, armado con un garrote, avanza entre las cuchetas, aparta las cabezas como calabazas. Nadie despierta así lo pateen. El patrón, se dan cuenta los sometidos, sabe de los límites de su resistencia. “Fíjate en La casa de los muertos de Dostoievski”, le dice un estudiante a un compañero de desgracia. “Si lo piensas, ahora que conoces esto, no parece nada del otro mundo”.

El barco enfrenta tormentas que pueden hundirlo. Mientras las olas barren su cubierta, si algún otro cangrejero naufraga cerca el Hakku Maru no le prestará ayuda. Algunos de estos explotados, al lanzarse en un bote al mar tormentoso, habrán de conocer en tierra el pueblo ruso y sabrán de la Revolución. El motín está en ciernes. Como también lo está la represión de la armada. Hasta acá, todos los elementos de una novela proletaria jugada al extremo, que en momentos brevísimos condesciende con la bajada de línea mecánica, pero de inmediato se aparta del panfleto y se concentra en su obsesión: describir, sin tregua, la explotación como un descenso al infierno.

Puestos a buscarle filiaciones, influencias y también una genealogía, habría que situar Kanikosen en un arco que comprende al Víctor Hugo de Los trabajadores del mar y al Joseph Conrad de Tifón, pero más cerca, como hermano de sangre está London. Otro dato: Kanikosen fue comparada con La jungla, novela de Upton Sinclair, que narra la explotación de los obreros de la carne. Desde una óptica cool de lectores sushi podría leerse Kanikosen como relato de aventuras marinas, pero quien se incline a su lectura con esta intención pronto resultará chasqueado por una historia cuya turbulencia remitirá, como a los jóvenes japoneses de hoy, a una realidad concreta que los sobrepasa. Novela coral, no hay personajes que se sobreimpriman unos a otros. El planteo es clasista y viene a cobrar vigencia. Sin duda, Kanikosen obliga a pensar qué sentido tiene escribir y para qué sirve la literatura.

 

Cabe preguntarse de dónde surge esta escritura social. La respuesta está en la misma novela, que se explica por la vida de su autor. Hija de la necesidad, Kanikosen es la obra de un iracundo que supo narrar con frialdad una temática que se pensaba agotada. La sucinta biografía de Kobayashi informa que nació en Odate, Akita, en 1903 y creció en Otaru, Hokkaido. En su época de estudiante integró el comité de redacción de una revista y publicó sus primeros relatos. Después de graduarse en estudios de comercio fue empleado bancario. Apretado por la estrechez económica, durante la recesión se afilió al proscripto Partido Comunista y se dedicó a compartir la militancia con la escritura. Al publicarse Kanikosen, Kobayashi ganó una popularidad instantánea que llamó la atención de la policía. La novela pronto tuvo una adaptación teatral con el título Al norte de los 50 de latitud norte. El joven Kobayashi publicó después un ensayo, El terrateniente, que motivó su despido del banco. Vigilado por la policía, fue arrestado bajo la acusación de financiar el PC. Fue dejado en libertad por un tiempo corto. Dos años después fue detenido nuevamente. Consiguió salir con una fianza. Pero en 1933 intervino clandestino en una reunión del PC y, alcahueteado por un espía, fue arrestado otra vez. Desnudo, expuesto al frío del invierno, fue apaleado. Cuando la policía lo entregó a un hospital a las 7.45 del día siguiente estaba muerto. Había fallecido de un ataque al corazón, declaró la policía. Los hospitales, por miedo, rehusaron hacer su autopsia. Una nota incluida por su editor estadounidense en su primera edición en lengua inglesa apenas meses después de su asesinato informa que “en su cuello había moretones causados por una cuerda afilada. En las muñecas, una de las cuales estaba rota, quedaban las marcas de las esposas. Toda la espalda abrasada y, desde las rodillas a las ingles, la carne estaba hinchada y púrpura a causa de las hemorragias internas. Aún después de matarlo, la policía no quedó satisfecha y arrestó a más de trescientas personas que intentaron velar su ataúd y devolvieron todas las coronas fúnebres, hasta la que envió la federación de escritores. Inmediatamente los camaradas organizaron un gran funeral de trabajadores y campesinos para honrarle. Eligieron el 15 de marzo, el quinto aniversario del primer gran arresto de comunistas, una historia que Takiji Kobayashi había glosado en uno de sus relatos. Ese día la policía prohibió la representación teatral de su cuento La aldea de Numajari deteniendo a todos los actores. A pesar de que la policía estaba movilizada para evitar que hubiera protestas y las masas se rebelaran, los trabajadores y los estudiantes de todos los grandes centros urbanos salieron a la calle y manifestaron repartiendo folletos que denunciaban el crimen.