El tren blindado cruza la Rusia helada y adentro viaja una mujer de extraordinaria belleza, medio desvestida en seda. Está casada con un hombre ejemplar, hermoso, un Thor revolucionario que alzó media flota del Báltico en nombre del soviet de marineros. Pero él va en un vagón y ella en otro, porque ella está enamorada, hipnotizada, de un hombre que sólo viste cuero negro, uno que emana feromonas, uno que parece un tigre sexualizado. No es lindo, no es Thor, pero es irresistible. Es el nuevo Trotsky de la televisión rusa.

De todos los revisionismos que a uno se le pueden ocurrir en esta vida, Trotsky como sex symbol y casi superhéroe viene a estar entre los últimos. La miniserie estrenada en Rusia en noviembre y ya en cartel en Netflix se carga unos cuantos mitos con alegría: Lenin era un rubiecito apocado, petiso, que no se animaba a tomar el poder; Stalin un delincuente común que casi no sabía escribir; Kerensky un cobarde de libro; el zar un caballero que se dejó matar para cumplir su rol en el drama; Frida Kahlo una diosa que le meneaba un par enorme a Lev Davidovich en la cara. Todo con efectos especiales, digitalizaciones y un aire a serie de la Marvel.

Los ocho capítulos de Trotsky se organizan desde un galerazo, que el Trotsky de sesenta años exiliado en Coyoacán toma a Frank Jackson como interlocutor y juez. Jacskon, se supone, quiere escribir una biografía pero es un buen comunista y cuestiona al líder des-tronado, lo chucea, termina insultándolo. Trotsky, en un capricho, adora al muchacho y adora la discusión. Los ocho capítulos son una serie de flashbacks disparados por alguna discusión con Jackson, un hábito que va a terminar mal porque Jackson es en realidad Ramón Mercader, el del picahielo.

El arranque es tremendo, con el tren blindado cubierto de banderas rojas cruzando los bosques nevados a una velocidad irreal. Va demasiado rápido porque es digital, inmenso, una criatura digna de Matrix, un monstruo de hierro negro con estrellas magenta y un aviso de la que se viene. Trotsky baja del tren en una estación perdida a salvar una ofensiva, y baja en personaje: guerrera de cuero negro, pantalones negros de cuero, botas de montar, un tremendo sobretodo negro y de cuero, una gorra a la rusa –la studenska– negrísima y de cuero, con otra estrella roja. Lo único que se ve y uno reconoce, es el extraño pince-nez que afectaba Trotsky, los anteojos sin patillas por encima de la nariz prominente, el bigote y la barba de chivo. Este Trotsky noir es la emanación misma de la voluntad revolucionaria, uno que con su mera presencia da vuelta la batalla, se sube a un caballo al ataque, es herido en combate, levemente pero lo suficiente como para que las tropas lo adoren. La hermosa de ojos violetas lo espera en el tren y la vuelta del héroe, herido y todo, es una explosión sexual.

En el ir y venir de la serie se mezclan elementos biográficos reales, y se condena sin vueltas al personaje por ser un padre tan, pero tan indiferente, que sus cuatro hijos murieron antes que él. También se pinta la monomanía de esa generación, el profundo antisemitismo del país, la ínfima inteligencia política del régimen zarista, la miseria general. Trotsky crece, cambia, se agranda. Lo que plantea la serie, en este sentido, es bastante canónico: el revolucionario de fines del siglo 19 se escapa del exilio siberiano y llega a París, donde se codea con los famosos Kamenev y Lenin. Pobre y reo, Bronstein se destaca por la oratoria flamígera, la incapacidad de mode-rarse, la incomprensión hacia la idea de que alguna vez, entre amigos, podés perder a la bolita. En la serie, lo “descubre” Parvus, el oportunista que financia a los revolucionarios con fondos alemanes simplemente para joder al zar. Trotsky –nombre que le afanó a uno de sus carceleros– empieza a empilchar y le echa el ojo a una estudiante librepensadora, Natalia Sedova. No importa que es casado, porque la señora Bronstein se quedó en Siberia con las nenas y la Sedova es un bombón.

Lo que queda clarísimo es un evento indudable, que Trotsky empieza a ser Trotsky por su protagónico en la revolución de 1905, la que salió mal pero fue el cimbronazo. Trotsky alza a la flota, queda como un mito de los primeros soviet, es el nombre que corean las multitudes. Ese capital le permite sobrevivir todas, incluyendo las tentaciones de 1917. Y le permite a los directores Alexander Kutt y Constantin Statskii plantear algo muy por la libre: que la revolución de octubre la hizo Trotsky y Lenin se enteró por los diarios, furioso porque le afanaron el partido bolchevique. En esta miniserie, Trotsky no se queda con el poder porque Lenin le plantea furioso que nunca lo va a aceptar, que le va a dividir el partido y le va a hacer la guerra. Y que Rusia nunca, jamás, se va a dejar gober-nar por un judío...

La gran curiosidad conceptual de esta serie lanzada y erudita es la relativamente poca bola que le da al rol más famoso de Trotsky, el de creador del Ejército Rojo y triunfador sobre los blancos. Hay combate, hay bastante tren blindado, pero es como si lo dieran por sabido y lo mostraran un poco para justificar el espectacular uniforme de cuero negro. Tampoco se detienen mucho en los debates políticos ni en las reuniones del politburó, como si el público todavía se los supiera de memoria o fuera alérgico en serio a escucharlos de nuevo. De hecho, hay mucho más énfasis en los fusilamientos de enemigos del pueblo, incluyendo el de la mujer que baleó a Lenin. Según la serie, le pegan dos tiros en un patio y la meten de cabeza en un barril donde ya arde el kerosén.

Probablemente, lo que quede de todo esto es lo que quede en la retina. La serie toma la revolución y la muestra en violentos colores, efectos especiales, dolbies explosivos. Los rusos andan haciendo cine y televisión a lo grande, con un gusto por lo nuevo que parece de gente que quiere recuperar el tiempo perdido. Este Trotsky de a ratos da risa –no puede ser que se le tiren todas encima– y tiene la solemnidad camp del primer Batman, diciendo cosas como que “el poder es una mujer a la que hay que dominar y poseer”. Así y todo, está el picahielos, está el derrocamiento y el exilio perseguido, el drama clásico de un líder caído. Y que la historia venga de Rusia, eso solito te deja pensando.