Una de las decisiones más criticadas del último período kirchnerista, aún más que la falta de conferencias de prensa o la ausencia de reuniones de gabinete, fue el “cepo”; es decir, el conjunto de medidas que tomó el gobierno de CFK para regular el mercado cambiario. Desde la ortodoxia económica se asimiló esa regulación con el chavismo, el stalinismo o cualquier otro “ismo” que mantuviera el nivel de indignación adecuado. La libre e ilimitada adquisición de dólares era presentada por esa misma ortodoxia como un derecho humano, una prerrogativa de cada ciudadano. Los medios de comunicación más influyentes hacían hincapié en el pobre abuelo impedido de comprarle diez dólares como regalo a sus nietos. Obviaban que la restricción externa, es decir, la limitación de un recurso esencial para la economía de la Argentina, como es la disponibilidad de dólares, representa el cuello de botella de los períodos de crecimiento, potenciando las crisis de los últimos 40 años.

Terminar con las regulaciones cambiarias, pese al entusiasmo inicial de algunos, incluyendo al volátil Diego Bossio, sólo incentivó la fuga de capitales y el aumento explosivo de la deuda externa, pero ni siquiera fue duradero el grifo del endeudamiento. El último día antes de las últimas PASO presidenciales (7 de agosto de 2015), en pleno conflicto con los buitres y con cepo, el riesgo país (costo adicional por acceder a crédito externo) era de 592 puntos. En los últimos meses ronda entre los 660 y los 830, pese a que le pagamos cash toda la deuda a los buitres y tenemos libertad cambiaria. Ahora bien, el abuelo hoy puede comprarle los millones de dólares que quiera a sus nietos, sin límite alguno (algo inaudito incluso en los países serios a los que, según nuestros economistas ortodoxos, nos debemos parecer), pero es otro el recurso que falta: hoy existe otro cepo (cepo M). La gran diferencia es que el actual es mucho menos discriminatorio y, aunque no genere tanta indignación mediática como el anterior, su impacto es ruinoso, especialmente para la grandes mayorías. 

El cepo K le pegaba directo y de una forma más intensa a los que buscaban atesorar dólares, encareciendo su acceso a través de los múltiples mecanismos de compra existentes (blue, contado con liqui, dólar ahorro, por ejemplo). El cepo M, operado bajo el combo de devaluación directa y generalizada, brusco aumento de tasas de interés y eliminación de las líneas de crédito para la producción, no restringe la compra de dólares para atesoramiento a la cotización oficial, pero golpea los ingresos en pesos de todos, dado que encarece de forma mucho más pareja las distintas cotizaciones del dólar (no dejaron de existir, solo achicaron en gran medida las brechas respecto a la cotización oficial). Como en los últimos tres años, los movimientos bruscos del tipo de cambio no excluyeron a la cotización oficial, que tiene un impacto mucho más potente en el precio de todos los bienes y servicios que las variaciones de las cotizaciones paralelas, el actual mecanismo de opresión de la política pública no golpea selectivamente a los sectores de más capacidad de captura del excedente. El cepo M castiga con más intensidad a quienes menos ingresos y riqueza poseen y a los que se dedican a la actividad productiva y deben enfrentar obligaciones en pesos para sostener puestos de trabajo y actividad.

Ambos modelos nos hicieron revivir un drama histórico de la economía nacional, muy aludido desde la literatura estructuralista latinoamericana, pero pasado por alto por la ortodoxia dominante: que cuando la demanda crece (el PBI per cápita, a fines de 2011, había alcanzado su máximo histórico) los dólares que genera la economía a través del intercambio comercial son insuficientes para sus múltiples usos y la demanda excede holgadamente a la oferta (el cuello de botella que mencionamos al inicio de esta nota). Sin un ingreso extraordinario de inversiones externas, como el producido a principios de la Convertibilidad mediante las privatizaciones, para compensar, el país solo puede resignar reservas, tomar deuda externa y/o devaluar. En ese set de alternativas poco atractivas, el gobierno anterior había decidido depreciar el peso selectivamente, lo cual generó los muy conocidas conflictos distributivos que los grandes grupos de poder, alarmados y perjudicados por esa discriminación, se encargaron de destacar como un problema letal. 

Desde el campo liberal, sus exponentes líderes que pasaron por el gobierno, como Federico Sturzenegger, Carlos Melconian y Lucas Llach, encargados de dirigir el fracasado combate contra la inflación (el ex presidente del Banco Nación abandonó el equipo poco después del pico inflacionario de 2016), pregonaban, confiados en la ortodoxia monetaria, que podrían bajar la inflación con sólo financiar el déficit fiscal sin emisión monetaria y subiendo bruscamente la tasa de interés hasta niveles absurdos, como el de principios de 2018 cuando la fijaban por encima del 30 por ciento y, al mismo tiempo, buscaban darle credibilidad a la rectificada meta de inflación del 15 por ciento.

También, poco después de asumir, esos funcionarios macristas habrían descubierto que las paritarias y los “precios regulados” (¿alguien se acuerda de la inflación núcleo?) son parte de la estructura de costos de la economía y, por lo tanto, impactan positivamente en el nivel general de precios (y no negativamente como aseguraban con ahínco al inicio de su gestión).

Ya lanzado en la aventura de hacernos padecer sus certezas, el mejor equipo de los últimos 50 kalpas descubrió que, a diferencia de lo que sostuvo el ineludible Alfonso Prat Gay, la mayoría de los precios estaban alineados con el tipo de cambio oficial. En efecto, para el entonces ministro de Hacienda y Finanzas los precios estaban ajustados a la cotización paralela del dólar por lo que la devaluación no generaría una mayor inflación. Sin embargo, aquel error de diagnóstico colosal, que afectó el poder adquisitivo de millones de asalariados, jubilados y titulares de AUH, no disminuyó la soberbia del ex funcionario ni atenuó su presencia en los medios como voz autorizada en materia económica. Ocurre que no es la ortodoxia económica la que falla, es la realidad.

Por el contrario, el alineamiento de los precios al cambio oficial contribuyó significativamente a la aceleración inflacionaria tras la liberalización cambiaria, como la mayoría esperaba. El aumento de las importaciones, la abrupta suba de tasas y el cambio por un gobierno no hostil con los mercados tampoco pudo compensar el efecto inflacionario de la devaluación. De hecho, vale recordar que los precios subieron muy fuertemente en esos primeros meses de gobierno y, paradójicamente, las diferentes cotizaciones paralelas del dólar cayeron en ese momento. Por caso, en diciembre de 2015 y enero de 2016, la inflación fue del 3,9 y 4,1 por ciento, respectivamente, según el IPC CABA y el dólar blue bajó 4,7 y 0,6 por ciento en esos mismos meses (y aún no se habían empezado a aplicar los tarifazos). O sea, bajo la hipótesis del equipo económico macrista, la devaluación de diciembre de 2015 debería haber reducido precios por la baja de las cotizaciones paralelas, pero la inflación se aceleró con fuerza dado que, en el semestre previo, la inflación mensual había rondado entre el 1,4 y el 2 por ciento.

Los directivos del Banco Central y del Nación se fueron echándole la culpa a lo que observaban como “gradualismo fiscal”. Lo que no explican es por qué, si pudieron tomar control sobre las variables que ellos consideraban más importantes antes de asumir la función pública, agrandaron al monstruo. Como de costumbre, la culpa fue de los otros: la pesada herencia, el mundo volátil o las cosas que pasaron. 

El cepo M hace estragos en la industria, la construcción, el comercio y la gran mayoría de los hogares, pero alimenta la especulación financiera.  Como en la recordada colección de libros de nuestra juventud, frente a la restricción externa, se trata de “elegir nuestra propia aventura”: ponerle un cepo al dólar, lo que fastidia a la clase media y enfurece a nuestro establishment o ponerle un cepo al peso, lo que empobrece a la clase media y baja y nos condena a depender del ánimo de los mercados financieros internacionales para acceder a un crédito que consolida una deuda externa que no podremos pagar.

Más que cepo o no cepo, el debate debería girar en torno de cómo regular la economía porque los esquemas más liberales que se aplicaron en nuestro país en el último medio siglo nos llevaron a las crisis más duras de la historia con secuelas que, en los períodos de regulación de los mercados, se atenuaron pero de forma insuficiente.

Lamentablemente, el problema existe y se irá agravando. Están quienes lo esconden, ocupan el espacio con el problema del déficit fiscal y, en el ínterin, empeoran la restricción externa con más deuda aportada por grupos de poder que no desean que el país desarrolle una capacidad productiva que le permita ganar soberanía y hacen lobby para fortalecer las relaciones de poder reinantes. Y están otros que lo enfrentan, con errores y aciertos, para ganar soberanía política, independencia económica y justicia social.

@rinconet @marianokestel