Mientras escribo estas líneas el Frijol, al que todavía llamamos así aunque ya tenga el tamaño de un melón, patea desde adentro de mi piel y eso, de algún modo indescriptible, se volvió natural hace ya un tiempo. Tenemos esa extraña habilidad, los humanos digo, de acostumbrarnos y adaptarnos a casi todo. En eso ando entonces, en este paréntesis de ciencia ficción en el que alimento de mi sustancia al ser humano que pronto será fuera de mí. Falta apenas un mes y monedas para convertirme en un portal, pienso. Después, todo se cuenta desde ahí: nací, día uno y así hasta el último.

El día en que vi Lucky yo ya estaba embarazada y Rosa, la perra que compartimos con mi vecino, había parido cuatro cachorros. Asistí con inmensa emoción esos alumbramientos y el milagro de la naturaleza como presagio de mi futuro cercano. También la vi parir uno muerto y comerse a su cría, con el espanto que me permitía la hipersensibilidad de mi estado. Nacer y morir: dos extremos de la misma línea, el destino natural de la existencia, algo tan simple e inevitable pero tan turbio y opaco desde la óptica de nuestra construcción cultural. Lo vivo se abre camino y lo muerto se vuelve materia, relato, recuerdo.  

Esa mismísima noche vi Lucky, una película sin grandes relatos, ni efectos especiales. Ni siquiera es una de esas películas con un giro dramático sorprendente. Lucky es nada más ni nada menos que el testamento fílmico de un gran actor, uno de esos con un modo único de verdad que tal vez sólo puedan dar los años.  El maravilloso Harry Dean Stanton, el mismo de Paris, Texas, nos ofrece su delgadez y su cara ajada como un mapa para comprender aquel destino que nos espera a todos cuando atravesemos el segundo (si es que no hay más) portal de nuestra vida para despedirnos definitivamente de ella. 

 La película arranca en un amanecer, con una tortuga yendo quién sabe a dónde en un desierto inmenso. Luego vemos a Lucky, el protagonista absoluto de esta película, un hombre viejo, apegado a sus rutinas y obsesiones pulidas durante años. La modernidad nos regala una existencia estirada, un bonus track de vida con la que a veces no sabemos lidiar o para la cual el cuerpo ya no tiene resto y así seguimos, haciendo que pasen los minutos y las horas y los días. Lucky no está enfermo, tan solo esta viejo y lúcido y fue a la guerra y escuchó el silencio devastador que arroja la muerte al mundo. 

Hay momentos en la vida que son bisagras, quiebres en la geografía llana en los que debemos decidir cruzar o no hacerlo. Me gusta pensar que hay mensajes ocultos que sólo podemos ver y traducir cuando estamos preparados para entenderlos, como en esos sueños en los que podemos comprender lenguajes ignotos. Lucky tiene miedo, miedo a la muerte, a lo desconocido, a atravesar el portal que calla el sonido y entonces tiene una conversación en un bar con otro veterano de guerra en la que algo sucede. Un rayo de entendimiento donde nada y todo cambia. Como el momento en el que Kung Fu Panda (película que recomiendo mucho ver) se mira en el reflejo del papiro y descubre que ese que siempre fue, es el héroe que nunca vio.  La magia era todo lo que ya estaba ahí, pero vista con otros ojos. Y entonces Lucky, que significa “con suerte”, devela lo que para mi es el misterio personal de la existencia y se vuelve un sabio, así, sin más, como Buda. Eso que él descubre es intransferible, es como un relámpago que ilumina y da sentido a su propia vida. Y entonces nos regala la sonrisa valiente y calma de quien está listo para enfrentar su destino y vuelve a ver ese paisaje gastado, esos mismos cactus, y ese mismo bar y ese mismo cigarrillo, pero ahora todo luce diferente.  

Me gusta pensar que avanzamos hacia la comprensión de nuestra vida y hacia la posibilidad de una sonrisa franca que deje huellas en quienes la vean.

Harry Dean Stanton no alcanzó a ver su película. Pienso, aunque lo esté inventando, que la ficción lo ayudó a comprender algo crucial para su propia despedida de este mundo. Que su película a mi me habla de sonreír a lo desconocido, de la importancia de no estar solos y de que los finales no son tan diferentes de los principios. Espero que esta puerta que estoy a punto de cruzar me lleve a un lugar mucho más luminoso que el que habito ahora mismo. Mientras escribo sobre existencialismo, mi hijo se mueve adentro y me recuerda el presente más absoluto y entonces sonrío.

Avanzamos como tortugas, llevando nuestro destino a cuestas, lento y seguro hacia el fin y lo mejor que podemos hacer es sonreír y aceptar que eso que hicimos y hacemos con nuestras vidas es lo que queremos y lo que podemos, y que eso está bien. El resto es cine.


Andrea Nussembaum nació en Buenos Aires en 1982. Se formó como actriz con Ricardo Bartís, Nora Moseinco, Federico León y Ciro Zorzoli. Participó en numerosas obras teatrales como De mal en peor de Ricardo Bartís, cinco obras como parte de la compañía teatral IntimoteatroItinerante dirigida por Fernando Rubio, África de Luis Biasotto, Cuando vuelva a casa voy a ser otro de Mariano Pensotti y Todo tendría sentido si no existiera la muerte de Mariano Tenconi Blanco, por la que ganó el premio como actriz de reparto en los Premios Trinidad Guevara 2018. Como actriz de estas obras, viajó por los festivales más prestigiosos del mundo. Es licenciada en Sociología de la UBA.