Enhorabuena: de a poco la vejez va ganando terreno en el mundo del espectáculo y deja de ser una presencia secundaria en las vidas de jóvenes y adultxs.  Actores y actrices brillantes como Jane Fonda, Lily Tomlin, Alan Arkin, Danny De Vito, Meryl Streep y hasta el mismo Clint Eastwood, no tienen que conformarse con interpretar solo abuelxs y participar de otras vidas desde un rincón. Para Chuck Lorre, creador, guionista y productor de series exitosas desde los noventa, era casi el próximo paso natural escribir una serie que trabajara otra vez con la pareja de amigos varones como ya lo hizo en Two and a Half Men y The Big Bang Theory, solo que esta vez esos amigos fueran dos hombres mayores, casi ancianos. Claro que esta vez El método Kominsky, estrenada en Netflix, se plantea como un producto más prestigioso que aquellas series, con una temporada de ocho capítulos de entre veinte y treinta minutos y dos actores protagónicos que son casi leyendas de Hollywood: Michael Douglas y Alan Arkin. 

En un ambiente que glorifica la juventud y empieza a considerar como sobrevivientes o “bien conservadxs” a lxs artistas de más de cuarenta, ellos son dos viejos vinculados al mundo del espectáculo en Los Ángeles y están, claro, en decadencia. Sandy Kominsky (Michael Douglas) es un ex actor que hace tiempo no consigue papeles y se dedica, como tantos que “no llegan” según dice el lugar común, a la enseñanza. Alan Arkin es Norman Newlander, agente de Sandy y dueño de una compañía que funciona, con la economía resuelta pero no por eso preservado de los golpes. Su esposa de toda la vida, Eileen (Susan Sullivan), muere de cáncer y Norman se asoma a esa novedad tan desconcertante de que todo pierda sentido. Sandy, después de tres divorcios, también está solo pero es como si la repetida soltería lo hubiera entrenado a lo largo de los años, y todavía tiene resto para el levante. Lo más importante, y esto constituye el centro de la serie, una bromantic con viejos si es que eso existe, es que los dos se hacen compañía y encuentran en la amistad el último bastión de humor negro y dramas compartidos al que aferrarse. Lo hacen con gracia de cine clásico, y esto es lo mejor de la serie, con el mismo espíritu de los mejores capítulos de Comedians in cars getting coffeee (como ésos donde Jerry Seinfeld conversa con Alec Baldwin o David Letterman, figuras  de la misma generación de Douglas). 

Norman y Sandy se ríen de todo pero ante todo de sí mismos, y tienen diálogos chispeantes llenos de remates perfectos mientras cruzan Los Ángeles en auto, o en el restaurante del que son habitués y donde los atiende un mozo que parece tener un pie en la tumba; este aspecto de la serie es una delicia. Por momentos parecen, eso sí, una clase de varones viejos que todavía no se hubiera inventado, algo así como los viejos del futuro, especialmente en lo que respecta al trato con las mujeres que son sus pares (me refiero al cuidado por ejemplo que pone Sandy al seducir a su alumna intepretada por Nancy Travis y a la humildad con que reconoce frente a ella sus problemas físicos, capaz de no tomarse su masculinidad en serio). Después, en lo que respecta a lxs jóvenes, son verdaderos machirulos hechos y derechos, exponentes de una generación a la que no le queda otra que convivir con una sensibilidad desde su punto de vista “hipersensible” que en el fondo –y no tan en el fondo– desprecia. Por otra parte, y en una nota realista pero que parece más una limitación de guión que un tema sobre el que El método Kominsky reflexione, los dos apestan como padres: Norman no sabe qué hacer con una hija adicta que es el personaje más absurdo de la serie, casi una adolescente de cuarentilargos que se pasea por la casa de él en bombacha y le roba objetos valiosos, y Sandy tiene otra que es toda dulzura, no tiene vida propia a la vista y más bien parece una esposa/secretaria de su papá. Si la segunda temporada logra que los personajes femeninos y sus vínculos con los varones tengan tanta profundidad e interés como la amistad entre Norman y Sandy, hay futuro.